EL FABULADOR

Stephen Glass

 

 

PRIMERA PARTE

 

Descenso

 

Un batacazo espectacular, como pude comprobar, es la vía más rápida hacia los logros más increíbles. En el verano de 1998, cuando tenía veinticinco años y estaba seguro de mi rumbo en esta vida, repentinamente me convertí en el ­periodista más vilipendiado y en la estrella en más rápido ascenso de Washington. Realmente sucedió en ese orden: primero la caída y luego el ascenso. Después de caer, mis anteriores logros se exageraron enormemente, para que mi desplome, tan profundo y veloz como fue, tuviera sentido.

Aunque me han dado muchas oportunidades de explicarme, nunca antes he hablado de los sucesos de aquel verano. Mi decisión de salir ahora de esos años de silencio autoimpuesto tiene más que ver con la distancia física que con el paso del tiempo. Alejado de Washington, me siento por primera vez menos avergonzado, e incluso tengo menos miedo.

Pero no me gustaría que nadie me malinterpretara: cometí un error terrible, una grave y nefasta equivocación, y tienen razón los que lo dicen. Sin embargo, hay algunos individuos, en su mayoría periodistas, que creen que debería estar avergonzado para el resto de mis días, y quizá también atemorizado. Son progresistas y tienen fe en la rehabilitación, por lo que nunca lo expresan de ese modo, pero yo creo que lo sienten visceralmente. No consiguen comprender cómo, después de infringir todas sus reglas —reglas justas e importantes—, sigo codeándome con ellos. Si no recibo un castigo mayor, ¿de qué sirve el benéfico orden que han impuesto?

Como sé de muchos que opinan así, soy consciente de que algunos de mis colegas y amigos, presentes y pasados, sospecharán de mis motivos para ofrecer este relato; simplemente lo verán como una mentira más, como el agónico intento de un semidifunto de regresar de entre los muertos para impulsar las circunstancias en su beneficio.

Y en cierto modo, así es.

Nada me haría más feliz que recuperar el aprecio de la gente. Pero no lo espero. Ahora no, después de lo que ha pasado. Sólo puedo contar mi historia y confiar en que todo salga bien.

 

 

Ahí estábamos Allison y yo, entrando en nuestro apartamento de la mano. Reíamos tontamente, extasiados y contentos con el mundo. Como siempre, su pelo rubio de duendecillo y su aire adolescente me llegaban directamente al corazón: no acababa de creerme la suerte de estar con ella. Allison me cautivó desde el primer beso, o quizá desde la primera vez que oí su ligero acento brasileño, y desde entonces he preferido cerrar los ojos a los defectos de nuestra relación y ver sólo las virtudes.

Era la tarde del primer día de nuestra semana de vacaciones, y acabábamos de volver del cine. Allison decía que no se puede ser más libre que estando sentado en el cine en una sesión de tarde, pero hasta aquel día habíamos pasado meses sin ir, y menos a una sesión vespertina. Yo trabajaba todo el tiempo, incluso los fines de semana. Si bien era el redactor más joven de la plantilla del Washington Weekly, también era uno de los más prolíficos y, cada vez más, uno de los más conocidos. Y aunque había esperado —y así se lo había prometido a Allison— que con cierto éxito llegaría una calma relativa, mi ansiedad no había hecho más que aumentar de manera proporcional, y mis esfuerzos por aliviarla con largas horas de trabajo se habían redoblado.

Allison puso el contestador: «Tiene seis mensajes nuevos. Primer mensaje, recibido a las 10.49.»

«Steve, soy Robert —empezaba diciendo el mensaje. Robert era el jefe de redacción del Weekly—. Llámame cuando tengas un segundo. Acabo de recibir un e-mail de un reportero del Substance Monthly. Dice que quiere hablar de uno de tus artículos. Como no sé de qué va el asunto, he pensado que lo mejor era llamarte primero a ti. Perdona por molestarte en plenas vacaciones.»

«Siguiente mensaje, recibido a las 11.21.»

«Steve, soy Robert otra vez. Acabo de hablar con el tipo del Substance y me ha hecho algunas preguntas sobre tu artículo, aquel de los “indignados ganadores de la lotería” de hace un par de semanas. Llámame. Estoy en la oficina.»

«Siguiente mensaje, recibido a las 13.45.»

«Steve, soy Cliff Coolidge. Sólo te llamo para confirmar lo de la cena de esta noche. Llámame y dime algo.»

Cliff era un conocido mío y de Allison. Había sido compañero suyo en la Universidad de Stanford y ahora era un joven redactor de la revista District.

—Creí que lo habías cancelado —dijo Allison—. Esta noche hemos quedado con mi hermano, ¿recuerdas?

Allison tenía seis hermanos varones (ella era la única chica de la familia), y todos vivían lejos, en la costa Oeste o en Brasil, donde habían cursado la escuela primaria, así que siempre había algún hermano de visita en la ciudad. Pero a este hermano en concreto aún no lo conocía.

Sabía que tenía que disculparme por haber olvidado su visita, pero no podía. Estaba allí quieto, petrificado, sin poder prestar atención más que a la voz de Robert. La de Allison se confundía con el fondo, como las interferencias en una emisión de radio.

«Siguiente mensaje, recibido a las 14.07.»

«Steve, aquí Robert. Es mi tercer mensaje. ¿Dónde estás? Llámame. Es muy importante. Diles que me interrumpan si estoy al teléfono.»

«Siguiente mensaje, recibido a las 14.41.»

«Steve, cancela lo que sea que estés haciendo y vente, de verdad. Allison, si oyes esto y sabes dónde está Steve, ¿puedes avisarlo, por favor, y decirle que me llame? Soy Robert.»

«Siguiente mensaje, recibido a las 15.48.»

«Steve, Steve, Steve, Steve. Coge el maldito teléfono. ¿Dónde coño te has metido? Me da igual que estés disfrutando de una bonita escena romántica. ¿O acaso quieres que me presente en tu casa?»

«No hay más mensajes.»

Me quedé mirando el aparato, con un nudo en el estó-mago.

—Vas para allí, ¿no? —preguntó Allison.

—Sí —dije.

—Siempre se sale con la suya. Todo es urgente. ¿No puedes pasar de ir?

Allison estaba acostumbrada a la insistencia de Robert. Dos semanas atrás, había llamado cinco veces a casa y una vez al trabajo de ella, porque pensaba que se me había olvidado entregar un artículo. Finalmente resultó que había metido en el ordenador un disquete equivocado.

—Si no voy...

—Ya lo sé, ya lo sé. Seguirá llamando. ¿Me prometes al menos que estarás de vuelta para la cena?

—Claro que sí.

—Vuelve pronto —me dijo.

Le prometí que volveríamos a vernos en cuestión de una hora. Pero tal como sucedieron las cosas, nunca volvimos a vernos, o por lo menos no del mismo modo que antes. Fue entonces cuando empecé a perder a Allison. Debería haberme dado cuenta ya entonces, pero no lo hice. Cuando volvimos a encontrarnos, el proceso de nuestro des-conocimiento (por el cual empezamos a sentir que nos conocíamos cada vez menos y que, en definitiva, nunca nos habíamos conocido realmente) ya había empezado.

 

 

El camino de mi casa a las oficinas del Weekly era corto, unos veinte minutos andando. Era mayo, el único mes agradable en Washington. El aire era tibio y leve como un sueño placentero, y en un sueño placentero empecé a evadirme. Mi mente derivó hacia Allison y hacia nuestro picnic de la noche anterior: sushi y vino blanco en la escalinata del monumento a Lincoln. También pensé en el concierto de música klezmer al que había asistido poco antes —Judíos con cuernos, se llamaba—, en la lentilla que perdí bailando y en cómo tuve que conducir de vuelta a casa con un ojo cerrado. Pensé también en mi familia: mis padres y Nathan, mi hermano.

Al atravesar el Dupont Circle, me quedé a ver las últimas jugadas de una partida de ajedrez contrarreloj y me detuve en un almacén CVS a comprar una tarjeta para el día de la madre. La que elegí tenía la figura de una madre diciéndole a un niñito que guardara las tijeras «donde las has encontrado», que era exactamente lo que solía decirme mi madre: «Stephen, que no se te olvide guardar las tijeras donde las has encontrado.»

Ustedes pensarán que yo debía saber en qué lío me había metido, y hasta cierto punto lo sabía. Debería haber estado nervioso, maquinando y estrujándome el cerebro ya entonces para encontrar una salida. Debería haber ganado tiempo. Eso es lo que piensan todos cuando nunca los han pillado. Pero yo no hice planes ni maquinaciones; ni siquiera intenté imaginar lo que estaba por venir. Usé mi capacidad de autosugestión hasta extremos inconcebibles. Si me hubiera parado a pensar en lo que había hecho, probablemente me habría dado la vuelta y habría salido corriendo.

Éste es el artículo al que Robert se refería en sus mensajes. Había aparecido en el Weekly poco tiempo antes:

 

No tan afortunados

por Stephen Aaron Glass

 

Todos los domingos, Gloria Pruitt, una delicada ancianita de grises cabellos, escenifica una elaborada protesta contra la lotería estatal, a las puertas de la residencia del gobernador de Pennsylvania.

Para que su acción resulte más fotogénica, Pruitt se presenta atada a un crucifijo de unos dos metros de altura, que ella misma ha fabricado utilizando balones de playa con números pintados de color negro, imitando las bolas de la lotería. Sobre la cruz despliega un cartel donde puede leerse: «He ganado la lotería por vuestros pecados.»

«Mi objetivo es lograr la abolición de la lotería antes de morirme —me explicó Pruitt—. Tener una misión para un buen fin social es lo que me mantiene joven.»

La anciana forma parte de un creciente grupo de ganadores de la lotería que piensan llevar a los tribunales a los gobiernos estatales que organizan juegos de azar. A finales de los ochenta, le tocó a Pruitt un premio de cincuenta millones de dólares, pero como otros muchos ganadores del gordo, esta abuela de seis nietos perdió todo su dinero en dudosas inversiones y gastos extravagantes. Ahora dobla camisas en una tienda Eddie Bauer de las afueras de Harrisburg. Antes del premio, ocupaba un cargo de directivo medio en una empresa.

«En enero tuve que vender casi toda mi ropa de invierno: jerséis, abrigos, pieles de Neiman Marcus, e incluso una parka que tenía desde el instituto —declaró—. Tengo más deudas que nunca. La lotería me ha arruinado la vida. Ojalá nunca me hubiera tocado. Francamente, es un crimen que haya ganado.»

«Gloria no ganó la lotería —me comentó Stan Romaine, un abogado que ha organizado una conferencia en Virginia para ganadores damnificados—. Prácticamente ha sido destruida por su causa.»

 

El artículo seguía, con algo más sobre Gloria Pruitt y la conferencia de Virginia, y más historias de terror de otros ganadores. Debería haber pensado en el artículo mientras caminaba —o más bien me dejaba ir— en dirección al Weekly, pero no lo hice. En lugar de eso, iba dándole vueltas a todo lo demás, a cualquier otra cosa que me viniera a la mente.

 

 

En poco tiempo llegué a las oficinas de la revista y me paré a contemplar la que había sido mi casa desde mi graduación en Cornell.

El Weekly ocupa el octavo piso de un edificio mediano de oficinas en Foggy Bottom, distrito situado a escasa distancia del monumento a Lincoln. La entrada de la estructura está engalanada con cristal verde ahumado y mármol rosa, lustrado a mano todas las mañanas hasta la perfección por un hombre llamado Jimmy, que además supervisa al equipo de nueve que pasa diariamente la aspiradora por los pasillos, pule las superficies metálicas una vez a la semana y limpia las ventanas cada tres semanas, en lunes, siempre que no esté lloviendo. En conjunto, el 800 de New Hampshire Ave­nue NW es perfecto para impresionar a la madre de cualquiera.

Años atrás, la revista estaba en Capitol Hill, en una deteriorada nave comercial —el tipo de edificio que en mi fantasía debía albergar a una revista como el Weekly—, con una imprenta ruidosa en el sótano, olor a productos químicos en el aire y tizne de tinta en cada mesa, picaporte e interruptor. Pero el año anterior a mi contrato, el dueño de la revista vendió la nave y trasladó a la plantilla aquí.

Los comerciales invitaban a los anunciantes al reluciente espacio nuevo, pero éstos invariablemente se llevaban una desilusión. La redacción ya no parecía salida de Todos los hombres del presidente, con los reporteros acodados sobre escritorios colocados unos frente a otros y farfullando las noticias del día. Ahora los redactores trabajaban cada uno en su despacho, frente a su ordenador, solos. El jefe de redacción ya no podía aullar: «¡Paren las rotativas!», ni siquiera para presumir —si es que alguna vez lo había hecho, cosa que dudo mucho—, porque el trabajo de imprenta había sido subcontratado a una gran empresa con instalaciones cerca de la bahía de Chesapeake. Todos los lunes por la tarde, enviaban por mensajero las primeras galeradas de la revista, en envoltorio de plástico retractilado. Para abrirlo, había que tirar de una de esas cintitas rojas, como las de los paquetes de chicles. Me encantaba entrar allí todos los días. Cuando trabajaba para el periódico de la universidad, tenía fama de moscón, y las autoridades del campus me detestaban —el presidente y el decano habían llegado a odiarme—, pero aquí mi trabajo consistía precisamente en ser un moscón. De hecho, éramos un nido de moscardones. Si un ­artículo no irritaba a alguien, era un fracaso; si no revelaba información comprometida sobre un tema, si no causaba conmoción, no valía demasiado.

Básicamente, el Weekly había inventado lo que llegó a ser la tendencia dominante en el panorama de las revistas de los años noventa: la «irónico-contraria». Los artículos del Wee­k-ly eran agresivos, pero no polémicos ni predecibles como los que pueden publicar The Nation o la National Review, sino insidiosos, medidos y tanto más devastadores cuanto que usaban las declaraciones del propio interesado para hun-dirlo. Lo suyo no era el asesinato, sino el suicidio asistido. La voz del periodista era mesurada, serena, e incluso fría. Como mucho, se limitaba a añadir un escueto «Y que lo diga», como quien enrolla la soga para un uso futuro.

La clave de todo artículo del Weekly era el señuelo: la declaración más inaudita de la persona entrevistada, forzada por las preguntas del periodista a llevar su postura hasta ­extremos increíbles, más ridículos que lógicos. Por ejemplo, un congresista de Iowa, ardiente defensor de las subven­ciones a los agricultores, acabó diciendo que, si resultaba demasiado caro pagar a los granjeros para que no cultivaran, habría que pagarles un poco menos para que dejaran de trabajar del todo.

Por último, el título de un artículo del Weekly tenía que ser un tour de force. Mientras que los titulares de otras revistas eran funcionales o vagamente graciosos, los nuestros eran pequeñas obras de arte: breves, pero con múltiples significados, referencias a la cultura mediática y, una vez más, velados ataques que no parecían lanzados por el propio ­periodista. El título de un artículo sobre las desinformadas críticas de Barbra Streisand a un político conservador israelí, por ejemplo, fue una palabra inventada: Yental. Era una referencia a su película Yentl y al término yenta, que en yiddish significa «chismosa» y «entrometida». (También podía distinguirse el eco de mental, un término que en el patio de la escuela usábamos como insulto.)

En seguida me adapté al estilo del Weekly, que para mí era nuevo pero fácil de aprender, y a su cultura, bastante similar a lo que había vivido en Cornell: nadie vestía formalmente, todos remoloneaban, todos salían con todos, y todos nos creíamos el ombligo del mundo. Uno de nuestros juegos preferidos a la hora de comer consistía en hacer el casting de Washington Weekly: la película. Yo era invariablemente «un Jeff Goldblum más joven»; mi amigo Brian era Matthew Broderick, y Lindsey, por mucho que le molestara, era Ally Sheedy en El club de los cinco.

Aunque teníamos pocos suscriptores en comparación con otras revistas, y la mayoría eran hombres mayores —el público menos atractivo para los anunciantes—, nos habíamos convencido de que lo importante no era la cantidad, sino la calidad de los lectores. Cuando un reportero de otra publicación localizó un ejemplar del Weekly en el Despacho Oval y lo comentó en un artículo, el asunto quedó más allá de toda duda, al menos en lo que a nosotros concernía. No nos preocupaba ser grandes si podíamos ser influyentes, y éramos lo bastante inocentes para creer que realmente éramos tan importantes como creíamos.

Potenciábamos aquella creencia con la impresión de ser especiales: éramos los elegidos. Para un joven redactor, un contrato con el Weekly abría puertas. Los antiguos miembros de la redacción de la revista te contrataban para escribir para el Times, el Washington Post o el New Republic. Entre todos sumábamos la edad de Helen Thomas, y nuestra experiencia periodística combinada, antes de entrar en el Weekly, era la de George Stephanopoulos. Aun así, éramos estrellas, estrellas precoces —Franny, Zooey y Seymour en el concurso de radio—, y eso era lo que importaba.

Pero mi estrella estaba cayendo; ya entonces sentía que estaba cayendo.

 

 

Robert se hallaba de pie frente a la puerta cuando entré. Su pelo negro empezaba a adquirir los distinguidos reflejos ceniza propios de un hombre que, aunque eminente, ha dejado de ser joven. Pero el pelo no era más que un símbolo de la transformación que mucho antes se había obrado en su interior. Robert acababa de cumplir cuarenta y cinco años, pero ya era un veterano en el papel de veterano.

Al parecer, había estado yendo y viniendo de su despacho al mostrador de recepción, que atendía un hombre entrado en años, un ex predicador llamado Samuel.

—¿Dónde coño te habías metido, Steve? —exclamó Ro­bert, soltando el taco un poco más alto de lo apropiado para los oídos de Samuel, que se lo quedó mirando. Aunque blasfemar, fumar y pecar eran aspectos fundamentales de la cultura de la redacción (incluso los jefes lo promovían), nada de eso estaba permitido delante de Samuel.

Fue entonces cuando empecé a vislumbrar, al menos ­someramente, lo mal que estaban las cosas. Normalmen-te, cuando algo va mal, aunque se trate de una tontería, me entra el pánico, pero en ese momento estaba más absorto e intrigado que nervioso, como si las cosas fueran mal para otro, alguien alejado de mí que en todo lo demás me resultara indiferente.

—Lo siento —dije—. Estaba de vacaciones con Allie. Son nuestras primeras vacaciones de verdad en mucho tiempo y son muy importantes para ella.

—De acuerdo, Steve, muy bien. Pero ahora ven conmigo.

El despacho de Robert estaba inmaculado; todo estaba en su sitio. Copias enmarcadas de sus artículos de portada tapizaban las paredes, al igual que sus premios, y los había por docenas.

Cuando se hubo sentado, llamó por la línea interior a Ian, el segundo en la redacción después de Robert, y le pidió que se reuniera con nosotros. Yo estaba sentado —o más bien hundido— en el bajísimo sofá de Robert, mientras que él se había situado varios palmos por encima de mí, en su silla giratoria. Nos separaba su desproporcionada mesa nueva de escritorio, una mesa demasiado grande para la habitación, que sin embargo había encargado fabricar especialmente. Robert había dispuesto el ordenador, el teléfono y ­todas sus cosas en la esquina de la mesa en forma de L. Parecía la cabina de un avión.

—¿Al... algún problema, Robert? —pregunté. El tartamudeo me sorprendió. También estaba empezando a sudar. El nerviosismo que siempre había sentido en el Weekly comenzaba a aflorar, como de las profundidades, y amenazaba la serenidad que por autosugestión me había impuesto durante el camino.

—Algo que podrás aclarar rápidamente, espero. De momento esperaremos a que venga Ian. —Su voz era firme, con un matiz de fastidio, o tal vez de ira, no acababa de distinguirlo.

Sacó una agenda enorme, de esas tan grandes que hace falta una hebilla de cinturón para que no se abran, y un rotulador. Me miraba y escribía, o más bien garabateaba, moviendo la mano con tanta rapidez que se hubiera dicho que estaba bosquejando mi retrato.

—¿Puedo preguntarte qué estás escribiendo? —arriesgué cautelosamente. Me preguntaba qué estaría pensando y lo que sabía.

—Simplemente, esperemos a que venga Ian, ¿de acuerdo?

—Disculpa —dije.

Pasaron treinta segundos, y Robert seguía escribiendo. Me desplacé en mi asiento, tratando de enderezarme y de emerger un poco de entre los cojines del sofá. Intenté no pensar en cuántos redactores habrían practicado el sexo en aquel sofá después de la jornada laboral; sabía de varios, pero tenía que haber más. Robert tosió una o dos veces. Pen­sé en lo curioso que resulta que la gente tosa más, y a mayor volumen, precisamente cuando hay que guardar silencio. Así, no es muy frecuente que alguien se ponga a toser en una fiesta, en medio de una conversación, y sólo resulta moles-to cuando la tos es muy fuerte. Pero, por ejemplo, en el tea-tro, cuando acaban de apagarse las luces, aquello parece la enfermería de un instituto diez minutos antes de un examen, con tanto espasmo y tanta carraspera.

A mi pesar, tosí.

—No me pongas nervioso, Steve.

—Perdona.

Alrededor de un minuto después, Ian, que tiene cierto parecido con el alce Bullwinkle de los dibujos animados, entró por la puerta. Me tranquilicé de inmediato. Nunca había pasado nada demasiado terrible estando Ian presente. Tampo­co nada demasiado bueno, pero en aquel momento Ian era justo lo que yo necesitaba.

Otra buena señal: Bullwinkle se sentó a mi lado en el sofá. Nos sonrió a los dos.

—Muy bien, comencemos —dijo Robert—. Steve, vamos a empezar por el principio. Esta mañana me ha llamado un reportero del Substance Monthly. Me ha dicho que está intentando hacer un seguimiento de tu historia de los ganadores de la lotería y que le está resultando muy difícil. Dice que no consigue encontrar a Gloria Pruitt, la de la protesta, y que a lo mejor la mujer es una fantasía... una invención.

Después de eso, Robert no dijo nada más; se me quedó mirando, estudiándome los ojos, las manos y la boca. Pero no vio nada. En los años transcurridos desde entonces, se ha dicho mucho de mi impasibilidad, juzgada por la mayoría como signo seguro de sangre fría. Pero no me faltaba emoción en aquel momento, sólo que la había sepultado en lo más profundo de mí, convencido de que, si no lo hacía, no iba a ser capaz de resistirlo. La disociación, junto con la ansiedad y hasta la desesperación que enmascara, se confunde a menudo con la arrogancia.

—¿Es Gloria Pruitt una invención, Steve? —inquirió Robert.

—No, no. Claro que no.

Lo dije porque sabía que era lo que esperaban que dijera. Al oír mi propia respuesta, mi nerviosismo y mi miedo no hicieron más que aumentar.

Bullwinkle, sin embargo, estaba visible y audiblemente aliviado. Exhaló ruidosamente.

—Muy bien —dijo—. Entonces no será difícil poner las cosas en su sitio. Tengo que volver a mis correcciones.

Se incorporó y estaba a punto de salir del despacho cuando Robert le indicó con un gesto que se quedara sentado.

—He buscado en la red el teléfono de Gloria Pruitt, pero no lo he encontrado —anunció Robert—. También Ian ha estado buscando en Internet. ¿Has encontrado el número de la señora Pruitt, Ian?

—No. Pero hice una búsqueda rápida, no demasiado exhaustiva. No puedo decir que no exista. —Bullwinkle hablaba precipitadamente.

—¿Qué nos dices de eso, Steve?

—No sé, Robert. Es una señora mayor, si no recuerdo mal. Hay muchos ancianos que no tienen teléfono propio, ¿no? Viven en casa de alguno de sus hijos, o en una residencia. O quizá figure con el nombre de su marido. Algunas personas mayores son muy tradicionales. Mi abuelo pidió que retiraran su número de la guía telefónica después de recibir una serie de llamadas de un bromista.

—Todo eso me parece posible —declaró Bullwinkle en tono aprobatorio.

Robert asintió y se relajó un poco. También a él le parecieron verosímiles mis explicaciones; eran razonables. Por un momento, yo también me relajé y me permití abrigar la esperanza de que todo iba a salir bien.

Bullwinkle soltó una risita incómoda.

—Muy bien. Parece ser que todo está en orden. No ha sido más que una pequeña confusión, ¿verdad? Todavía no he acabado de corregir el artículo de fondo, así que me voy a terminarlo. —Y se dispuso a incorporarse una vez más.

—Ian, siéntate, y no te levantes hasta que hayamos terminado —ordenó Robert, y no volvió a hablar hasta que Bullwinkle no volvió a estar firmemente plantado en el sofá, a mi lado.

—Aunque no figure en la guía, le pedirás su número para llamarla, ¿no? —me presionó Robert.

—Desde luego, pero estoy prácticamente seguro de que la entrevisté en una conferencia, y no por teléfono.

—¿Estás prácticamente seguro?

—Quiero decir que estoy seguro. Perdona, Robert, pero no estoy pendiente de cada palabra que digo. Aunque tal vez debería estarlo. Reuní la mayor parte del material en una conferencia.

—Eso decía el artículo —replicó lentamente—. Pero ¿crees que habrá alguna manera de conseguir su teléfono? Si no de ti, tal vez de alguna otra persona que haya asistido a la conferencia...

—No lo sé con certeza. Tendría que consultar mis notas... ¿Puedo ir a buscarlas? —Después de un silencio, repetí la pregunta, pero esta vez en forma de aseveración—: Voy un momento a mi oficina, a por mis notas.

Señalé la puerta, pero los ojos de Robert no siguieron la dirección que indicaba mi dedo. Permanecieron fijos en mí.

Bullwinkle, en cambio, volvió la cabeza y miró a donde yo señalaba. Habló titubeando:

—A mí me parece bien, ¿no crees? Así todo esto iría un poco más de prisa, o al menos eso creo, no sé, ¿no te parece?

—Pero vuelve aquí —me instruyó Robert.

—Volveré.

—Quiero verte cuando hable contigo.

—Vale.

—Por teléfono, no.

—De acuerdo.

Me levanté del sofá y salí del despacho de Robert. Andaba de manera resuelta pero sin prisa, el tipo de zancada de alguien seguro de sí mismo. Si hubiese obedecido a mis emociones, me habría acurrucado en posición fetal sobre la alfombra.

Mientras recorría el pasillo, por primera vez me sentí verdaderamente aterrorizado. Me daba aprensión lo que podía encontrar en mis archivos, aunque seguramente, en algún lugar de mi mente, sabía perfectamente lo que había y lo que no había en ellos.

 

 

Mi diminuto despacho estaba amueblado únicamente con una mesa de escritorio, un archivador y un sofá, heredados del ocupante anterior. Pese a los cientos de horas que pasaba allí todos los meses, las paredes estaban desnudas, como si nunca me hubiese sentido con derecho a instalarme. La única decoración era un estadio de juguete de los robots Rock’em Sock’em, congelados a medio puñetazo sobre mi mesa. Era de Brian Lipton, mi mejor amigo en la revista. Le gustaba dejarse caer por mi despacho de vez en cuando y desafiarme a un enfrentamiento con su minúsculo púgil, aullando «¡Arráncale las piezas!», como en los anuncios de hacía años, cuando éramos pequeños.

Respiré hondo y me dirigí al archivador, que se encontraba en el rincón más apartado del despacho. Dentro había docenas de sobres marrones meticulosamente ordenados, con mis notas de todos los artículos que había escrito para el Weekly. Si las notas no estaban allí, es que no existían. Si no había ninguna Gloria Pruitt en aquellos archivos, sabría con certeza que nunca había hablado con ella.

Tenía situado el pulgar para apretar el botoncito que liberaba el tirador, pero no conseguía reunir fuerzas para abrir el cajón. Me senté en el sofá, metí la cabeza entre las piernas y arrastré hacia mí la papelera. Pero al cabo de un rato se me pasaron las náuseas y una vez más la calma descendió sobre mí. El miedo se convirtió en un extraño afán inquisitivo, y la ansiedad volvió a caer bajo la superficie, a algún lugar donde podía sentirla dando vueltas, patrullando, esperando a aflorar de nuevo.

Me puse en pie y abrí el archivador de un tirón. Saqué la carpeta de abril de 1998 y la llevé a mi mesa. Me senté y la abrí cautelosamente, como una carta importante. Había cuatro documentos en su interior. Dos de ellos eran recibos: uno del puente aéreo de US Airways a Nueva York, y otro de una comida en el China Grill con un entrevistado; los otros dos eran juegos de notas. El primero trataba sobre una congresista que dormía en su despacho, supuestamente para ahorrarle dinero al contribuyente. Yo había demostrado que, con los gastos adicionales de limpieza y seguridad, la congresista le salía más cara al contribuyente que si alquilara un piso en Georgetown. El segundo juego de notas era acerca de un hombre que había inventado un «propinómetro», una pequeña pantalla digital que le mostraba al camarero lo que el cliente estaba dispuesto a darle, con todas las fluctuaciones de la propina prevista a lo largo de la comida o de la cena. El inventor me dijo que el sistema tradicional, por el cual los clientes revelan sólo al final el importe de la propina, no ofrece los incentivos adecuados para que los camareros mejoren. «Si el aperitivo se retrasa, el cliente puede reducir la propina prevista, y entonces el camarero se esforzará por servirle más rápidamente el primer plato y así recuperar lo perdido —me explicó el inventor—. Durante cientos de años, el cliente ha echado en falta un medio para expresar información en tiempo real sobre la calidad de la relación de servicio experimentada. Ahora lo tendrá.»

No había notas sobre Gloria Pruitt. Lo miré y lo remiré, pero no había nada. No había ni una sola nota sobre la conferencia de la lotería, nada en absoluto. No había ninguna jodida nota.

El cuello, el pecho, las piernas, cada parte del cuerpo me palpitaba de miedo, y a cada momento, el dolor se amplificaba. Sentía pinchazos en los dedos, y la sensación me subía por las manos, como si me estuviera poniendo guantes de alfileres.

Lindsey Ditmar, otra redactora de la revista, charlaba con alguien del otro lado del pasillo a un volumen normal, pero su voz me martilleaba en la cabeza. Se había apuntado a la moda de lo que llamábamos la «contra-necro»: críticas mordaces de difuntos recientes, en contraste con las apologías del New York Times. En aquel momento estaba escribiendo sobre Fred Astaire. No había sido tan buen bailarín, sostenía ella; de hecho, Ginger Rogers lo llevaba a él.

Mientras Lindsey interrogaba a un antiguo coreógrafo de Astaire, el timbre del teléfono de Brian, a cuatro despachos de distancia, me entró como un disparo por los oídos hasta el cerebro, me bajó por la columna y se me quedó pulsando en la zona lumbar.

No podía atender a lo que estaba haciendo. No podía concentrarme. No podía pensar. Pero lo necesitaba. Necesi­taba pensar urgentemente, más de lo que podía haberlo necesitado en toda mi vida. Cerré la puerta, cerré la carpeta, me senté frente a mi escritorio y cerré los ojos. Intenté obligar a las notas sobre Gloria Pruitt a aparecer dentro de la carpeta. Le recé a Dios —algo que sólo hacía cuando las cosas se ponían realmente feas— para que aparecieran las notas. Pensé que si lo deseaba con suficiente intensidad, si lo ansiaba con suficiente fuerza, las notas se materializarían. Hasta ese momento, gran parte de la vida había cedido con facilidad a mis deseos, hasta el punto de convertirme, con los años, en un optimista incorregible. Ahora pensaba: «Esto es lo que quiero, esto es lo que necesito. Necesito que esas notas estén en la carpeta. Necesito que aparezcan.»

Al cabo de unos minutos así, cerré la carpeta de abril y la devolví al archivador. Salí de la oficina al pasillo, respiré hondo, me di la vuelta y volví a entrar. Una vez dentro, abrí el cajón superior, saqué de nuevo la carpeta y la deposité sobre la mesa. Prometí a Dios que si las notas estaban en su interior, nunca volvería a hacer nada malo, jamás en mi vida. Prometí estudiar la Torá, respetar el Sabbath, comer kosher y ser un buen judío, el mejor judío que hubiese existido. Iba a ser igual que Moisés.

Abrí la carpeta con cuidado, y como antes, encima de todo, estaba el recibo de US Airways. «No pasa nada —me dije—, todavía quedan tres documentos.» Debajo estaba el recibo del China Grill. «Vale —estaba nervioso, pero esperanzado—, todavía quedan otros dos.» Después venían las notas sobre el propinómetro. «¡Sí! Buena señal.» La vez anterior, esas notas estaban en cuarto lugar; ahora estaban en el tercero. Había un documento más por debajo; podía ser que Dios hubiera reorganizado los papeles y hubiera colocado al final las notas que yo necesitaba. Quizá todo se arreglara. Quizá. «Por favor, por favor, que sea así.» Contuve la respiración mientras descubría el único documento restante: eran las notas sobre la congresista que dormía en su despacho.

«No, no, no.» Repasé precipitadamente las notas dos veces más. US Airways, China Grill, propinómetro, congresista. Ninguna Gloria Pruitt. US Airways, China Grill, propinómetro, congresista. Ninguna Gloria Pruitt. Ninguna jodida Gloria Pruitt. ¿Dónde coño estaba Gloria Pruitt?

Tenía todo el cuerpo empapado en sudor. La camisa se me pegaba al pecho y los pantalones a la entrepierna; las gafas me resbalaban por la nariz grasienta. Quería gritar, pero no podía; no podía reconocer ante los demás que estaba metido en un lío. Debería haber llorado, pero no podía reconocer ante mí mismo que lo necesitaba, porque en ese caso me habría hundido irremisiblemente.

Lo que necesitaba, me dije, era pensar. Necesitaba decidir lo que iba a hacer. Pero allí donde estaba no podía pensar. Allí no podía hacer nada. Necesitaba irme, necesitaba irme a casa.

Llamé a Robert por la línea interior. Lo cogió al instante.

—Hum, ¿Robert?

—Steve, te he dicho que no me llames, que vengas a mi despacho.

—Hola, Steve. ¿Qué tal estás?

Ése era Bullwinkle. Ya sabía yo que seguiría sentado allí.

—Tengo que salir un momento —dije—. Creo que tengo las notas en casa.

—¿No están en tu oficina? Deberías organizarte mejor.

—Tienes razón, debería. Lo siento.

Hubo un largo silencio, mientras la estática borboteaba por el altavoz. Robert no decía nada. Yo no decía nada. Bullwinkle sabía que tenía que permanecer callado.

—Steve, creo que deberías venir aquí —salmodió finalmente Robert.

—No, Robert, necesito ir a buscar esas notas. Así que me voy a casa; me voy a casa ahora.

Fue la primera y la única vez que contradije abiertamente a Robert.

—Te llamaré en cuanto llegue —añadí precipitadamente. Luego colgué el teléfono y salí por la puerta trasera.

 

 

Una vez en la calle, eché a correr hacia mi casa. Edi­ficios, coches, turistas, hombres de negocios, todo pasaba por mi lado como una exhalación. Deseé que mis piernas ralentizaran la marcha, pero se negaron a hacerlo. Era como ordenarle a los riñones que dejaran de funcionar. No quería llegar a casa; tenía miedo de lo que iba a encontrarme allí.

Cuando pasé por el Dupont Circle me di cuenta de que estaba a mitad de camino, y sólo habían transcurrido diez minutos. Al cabo de diez minutos más, me planté delante de mi puerta. Me quedé parado fuera del apartamento. Tenía la camisa tan pegada al vientre sudoroso que el contorno del ombligo resultaba visible a través de la tela de algodón. In­tenté despejar la mente, pero no pude. Entré a regañadientes, y dentro encontré a Allison vestida en traje de noche, arreglada y maquillada.

—Se nos hace tarde —dijo—. ¿Vas a ir así, Steve? ¿No vas a... vestirte... un poco mejor? Al menos ponte una camisa limpia.

Hablaba entrecortadamente porque se estaba pintando los labios. Todavía recuerdo el color: MAC Grid. La empresa de cosmética lo clasifica en la familia de los lilas, pero yo siempre lo he percibido como un azul acerado. Allison lo llevaba en nuestra primera cita, y yo no podía apartar la vista de aquellos turgentes labios azules. Quería probar su boca. Sé que sonará extraño, pero esperaba que supiera a me-tal. Se lo dije justo después de besarla por primera vez; probablemente no debería haberlo hecho.

—Mi hermano está en la ciudad, ¿recuerdas? Se supone que vamos a cenar con él.

—¡Lo siento muchísimo, Allie! —repuse—. No creo que pueda esta noche. En el trabajo ha pasado algo espantoso.

Todavía no había recuperado el aliento después de la carrera, cuando se me volvió a acelerar la respiración por el pánico de pensar que teóricamente debía estar recogiendo las notas para Robert. Me apoyé en el brazo del sofá e intenté serenarme un poco.

—¿Cómo que no puedes? Tienes que venir. Todavía no lo conoces y sólo estará aquí esta noche. No me digas que son cosas del trabajo; estás de vacaciones y lo habías prometido.

Mi campo visual empezó a girar en sentido horario y, poco a poco, las cosas se volvieron borrosas. El apoyo del sofá dejó de ser suficiente, por lo que me senté en el suelo.

—¿Te pasa algo? —preguntó ella.

No respondí. Su voz sufría una distorsión en algún punto entre mis oídos y el cerebro, y sonaba algo así como «¿Tooo pooo-so ooool-go?».

—Steee-veeen, ¿tooo pooo-so ooool-go? —volvió a preguntar.

No levanté la vista. Me sentía mal, pero de una manera que hasta ese momento nunca había experimentado y que desde entonces se me ha hecho demasiado familiar: el estómago, con las paredes ardiendo, se me encoge hasta el tamaño de un puño. Agrias moléculas de ácido me carcomen el forro de las entrañas como si tuvieran dientes, y el mareo se agrava con la torrencial huida de la sangre hacia el centro de mi cuerpo. Si no estoy tumbado ya, tengo que hacerlo, por eso aquel día me acosté en el suelo.

Desde entonces me he sentido así de mal cientos de veces. Lo sentí cuando vi mi nombre en la portada del periódico. Lo sentí meses después, cuando vi a Bullwinkle en un cine, sentado unas pocas filas delante de mí. Lo sentí cuando la recepcionista de la consulta del oculista me preguntó si yo era «el famoso Stephen Glass». Incluso ahora lo siento, a cinco años y 360 kilómetros de distancia, mientras les cuento lo que pasó aquel verano. La sensación se ha convertido en un recuerdo físico, y son tantos los estímulos que la traen a mi conciencia, que dudo que alguna vez consiga librarme totalmente de ella.

Allison me dio un vaso de agua y yo me senté, bebí un sorbo y me serené un poco. Al cabo de un minuto, la horrible sensación empezó a desvanecerse. Bebí el agua con cuidado, como si estuviera tragando algo afilado. Respiré unas cuantas veces más y entonces, sin levantar la vista, le pedí a Allison que se sentara a mi lado. Ahora estábamos los dos en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá, ella con su vestido de noche arrebujado en las rodillas.

—Mira, siento muchísimo lo de tu hermano. Tú sabes que si pudiera, iría. Pero Robert está furioso conmigo. Me ha hecho unas preguntas sobre un artículo que escribí, y tengo que preparar unos papeles, porque si no lo hago se va a poner como una fiera.

—Steve, Robert siempre está cabreado con alguien. Si no es contigo, es con Brian o con Lindsey. No puedes seguir dejando que invada tu vida de este modo. Tienes que poner límites.

—Te prometo que esta vez es diferente. Podría tener un problema muy grave si no me ocupo de arreglarlo.

¿Acaso no podía ver lo importante que era para mí? Nor­malmente habría cedido. Allison era empecinada, y como yo era más bien indeciso, por lo general accedía a todo lo que ella quería, convencido de que sus preferencias eran más fuertes que las mías. Esperaba que ella pudiese comprender que yo no habría hecho algo tan poco habitual, que nunca me habría negado de plano, si no hubiese estado pura y simplemente desesperado. La verdad es que nunca antes la había contrariado, ni tan siquiera había concebido la idea de hacerlo; sólo trataba de hacer lo que ella quería, de hacer-la feliz. Pero ella no parecía reparar en mi nuevo tono de voz, en el pánico apenas controlado que traslucía, ni en mi inusual insistencia por hacer las cosas a mi manera.

Sus ojos, habitualmente tan dulces, me escrutaban igual que los de Robert, como midiéndome. Entonces consultó su reloj.

—Hasta aquí hemos llegado, Steve. Debería haber supuesto que iba a pasar algo así. Nunca me antepones a la revista.

Se incorporó, cogió el bolso y salió por la puerta. Lo hizo todo sin mirarme, y mi corazón se hundió. La quería desde hacía mucho tiempo, y sabía que la tensión entre nosotros era culpa mía y no suya. Pese a nuestros problemas, de una manera más instintiva que racional, yo quería seguir con ella.

En cuanto la puerta se cerró, corrí a la ventana y grité: «¡Allie, te quiero!» Pero ella no se volvió para mirar. Era dura donde yo era blando; en su lugar, yo no podría haber evitado darme la vuelta, pero ella siguió andando, de espaldas a mí, y ni siquiera se detuvo. Yo la miraba, y seguí mirándola después de que hubo doblado la esquina y ya no pude verla.

Entonces me puse a trabajar.

 

 

Nuestro apartamento era un espacioso dúplex de un dormitorio, inundado de luz. Estábamos en los pisos cuarto y quinto, y aunque fuera no había más que dos abetos larguiruchos, si abrías las ventanas después de una buena lluvia, olía a bosque.

Cuando nos instalamos, transformamos el vestidor de la planta alta en un estudio para mí, el único ambiente del apartamento que sentía totalmente mío. Pasaba allí casi todas las noches, leyendo y escribiendo. Incluso cuando Alli­son ya se había acostado, cuando podría haber usado toda la planta baja para trabajar, seguía prefiriendo la sensación encajonada de aquella habitación. Los amigos que nos visitaban decían que aquel cuarto olía a mí. Nunca supe qué pensar al respecto.

Subí los peldaños de dos en dos, y al llegar al rellano, sonó el teléfono. No quería contestar; quienquiera que fuese, no podía ser nada bueno. Un timbrazo más, y se puso en marcha el contestador. Sonó el mensaje grabado. Mi voz, grabada meses atrás, cuando Allison y yo acabábamos de instalarnos juntos, sonaba radiante. El bip de la señal. Al­guien respirando. Una respiración ruidosa y superficial. Una respiración iracunda, la respiración de un hombre furioso. Después colgaron. Ningún mensaje.

Robert.

Entré en el estudio, me dejé caer en la silla y encendí el portátil. Mientras arrancaba, miré mi escritorio, de acero inoxidable e inmaculado. A la izquierda del ordenador había una pulcra pila de papel rayado, y a la derecha, una larga hilera de jarritas de café de las tertulias matinales en las que había participado, rellena cada jarrita con lápices de un color diferente. No era necesario que revolviera nada; sabía que allí no podía haber notas traspapeladas. Todo estaba demasiado limpio y ordenado.

Sabía que necesitaba preparar algo —cualquier cosa, a decir verdad—, antes de que Robert volviera a llamar.

Entré en la web del Weekly e imprimí una copia de mi artículo de la lotería. Lo leí por encima, para ver lo que iba a tener que demostrar. El personaje más importante de la historia era Gloria Pruitt, la activista que había fabricado el crucifijo de bolas de lotería. La citaba cuatro veces.

Miré el artículo impreso y después miré la pantalla en blanco de mi ordenador. Volví a mirar uno y otro y a continuación mecanografié las citas de Gloria en mi programa de tratamiento de textos.

Se preguntarán si pensé en las implicaciones de lo que estaba haciendo. Pues no, al menos no en ese momento. La verdad es que sólo pensaba en lo que iba a pasarme si no me presentaba en la oficina con las notas. No podía pensar en ninguna otra cosa. Desde entonces, en infinidad de ocasiones deseé haberme parado a pensar con más perspectiva, pero lo cierto es que no lo hice.

Releí en la pantalla las declaraciones que había escrito: parecían demasiado perfectas. Se suponía que las había anotado en el transcurso de una entrevista, por lo que era imposible que lo hubiese registrado todo con tanta precisión. Era obvio que aquellas notas eran falsas. Así que las desarreglé un poco. Primero alteré unas cuantas letras: extraño se convirtió en «extarño», que en «qeu» y otras cosas por el estilo. Después sustituí algunas palabras por abreviaturas caseras: «pq» en lugar de porque; «G» en lugar de Gloria, y «lt» en lugar de lotería. Pero las notas seguían pareciendo demasiado perfectas. Volví al principio y usé la barra espaciadora a modo de ametralladora, añadiendo espacios antes de las palabras, después de las palabras, e incluso en medio de éstas, a veces tres o cuatro seguidos. Puse tantos espacios de más que la página parecía agujereada. Después, recorrí una vez más el texto usando de manera similar la tecla de borrado.

Cuando terminé, leí con satisfacción las notas en voz alta, vocalizando los errores tipográficos y haciendo una pausa por cada espacio añadido. Recuerdo haber pensa-do que había sometido las notas a un tratamiento de dis-tressing, la palabra de moda que usaban entonces los in-terioristas para referirse al proceso de hacer que algo nuevo parezca antiguo. Por primera vez aquella tarde, me sentí mejor.

Después se me ocurrió que tenía que añadir paja alrededor de las citas: los periodistas toman muchas más notas de las que emplean en sus artículos, y mis declaraciones estaban peladas. Empecé a inventar texto adicional, pero era difícil. Un par de veces tuve la sensación de que las fra-ses empezaban a fluir, pero la mayor parte del tiempo era una lucha por cada palabra. No podía escribir cualquier cosa: Gloria era un personaje, y el texto añadido tenía que parecer parte de lo que ella podría haber dicho en una en-trevista.

Intenté obligarme a ser Gloria y a imaginar lo que diría. Para ello, me haría las preguntas a mí mismo con mi voz normal y a continuación, con su imagen en la mente, respondería con el timbre agudo y carrasposo de una mujer tres veces mayor que yo. Mis manos ocuparon su posición en el teclado, listas para transcribir lo que ella dijera. Pero no dijo nada. Estaba demasiado pendiente de mí mismo, demasiado consciente de ser Stephen Glass fingiendo ser Glo­ria Pruitt. Necesitaba transformarme en Gloria Pruitt.

¡Atrezo! ¡Eso era lo que necesitaba! ¡Caracterización!

Corrí al baño.

¡Colorete! Estaba seguro de que Gloria se ponía un montón de colorete. Volqué sobre la mesa la bolsa de los potingues de Allison. No había colorete, pero había una barra de Bobbi Brown Cream Blush. «Vale —pensé—, debe de ser más o menos lo mismo: colorete para gente joven.»

Por desgracia, Allison no tenía los colores estridentes que yo buscaba. Sus tonos eran demasiado claros, se confundían con su piel. Las mujeres mayores como Gloria no usan maquillaje que se confunde con la piel. «¿Para qué comprarlo si no se ve?», diría Gloria, que usaría más bien un rojo fuerte, casi alcohólico. Pero como no tenía tiempo de salir a comprar el auténtico, usé el Rosa Arena de Allison en grandes cantidades.

Una vez, meses antes, había acompañado a Allison a Nordstrom para que le personalizaran los colores. La maestra colorista (un título que me encantó) dijo que Allison era una Otoño, con insinuaciones de Invierno.

—¿Algo así como principios de noviembre? —dije yo, intentando ayudar.

—No, no va en coordinación con los meses —replicó la colorista.

—Tendrás que disculparlo —dijo Allison—. Es un Pri­mavera.

—Desde luego —convino la colorista—. Los Primavera no saben nada. Es parte de su extravagancia.

Por suerte para mí, la estación de Gloria era fácil: la suya era la temporada de las fulanas borrachinas de setenta años.

Sin saber muy bien cómo funcionaba la barra de colorete de Allison, la empuñé como si fuera una tiza y tracé grandes círculos en mis dos mejillas. Me puse tanto (quizá la mitad de la barra), que las manchas de rubor sobresalían un par de milímetros sobre la piel.

Me miré al espejo. Necesitaba pintalabios. Mi novia tenía unos veinte tipos diferentes de pintalabios, pero ninguno era suficientemente chillón para el gusto de Gloria. Había pardos, rosas y lavandas, pero con ninguno iba a parecer que Gloria acababa de comerse un polo de cereza. Sabía que ése era el color que ella usaría.

Mi única esperanza era combinar los colores de Allison. Primero apliqué una capa del marrón más oscuro y, encima, otra del rojo más intenso. Nunca antes había imaginado lo difícil que era pintarse los labios. Mi mano se movía nerviosamente por todas partes; me pinté las mejillas, la barbilla y hasta la base de la nariz.

Me miré al espejo.

—Hola, señora Pruitt —dije—. ¡Está usted divina!

 

 

Corrí de vuelta al estudio, dejando los potingues de Alli­son desperdigados por el cuarto de baño, y me senté delante del ordenador, listo para interpretar la entrevista de Gloria. Ahora mis dedos no harían más que transcribir.

Gloria hizo algunos comentarios más sobre la lotería, como, por ejemplo: «Hoy en día es el problema número uno en materia de política social.» Buscó que la tranquilizara, haciendo observaciones como: «¿Seguro que citarás correctamente mis declaraciones, cariño?» Cuando mis preguntas se volvían demasiado personales, me cortaba diciendo: «Pre­fiero no tocar ese tema.» Y a menudo —tal vez porque, a pesar del colorete, el pintalabios y la voz de pito, mi dominio del personaje era insuficiente—, se iba por las ramas y empezaba a divagar. Aun así, media hora después, tenía varias páginas de notas sobre nuestra conversación.

Para hacer creíbles las notas, sabía que tenía que incluir el número de teléfono de Gloria. Todos los periodistas del Weekly ponen el teléfono del entrevistado en el encabezado de sus notas. Yo lo sabía, y Robert lo sabía; probablemente había sido por eso por lo que no había impedido que saliera de la oficina. Aunque fuera cierto que había hablado con ella en una conferencia, se suponía que debía tener anotado su número de teléfono. Si tenía el número, todos nuestros problemas estaban resueltos; si no, sería la prueba concluyente contra mí que ya entonces, según creo, Robert estaba buscando.

Empecé a marcar números al azar con el prefijo de Harrisburg. Si conseguía encontrar uno fuera de servicio, podría usarlo. «Se habrá mudado», le diría a Robert. Pero en cada número que marcaba respondía una persona o un contestador automático. Nada. Aquello no iba a funcionar. Al parecer, los mil millones de números de Harrisburg estaban en uso.

Después se me ocurrió abrir una cuenta de buzón de voz para Gloria. En las Páginas Amarillas electrónicas encontré docenas de empresas especializadas, pero sólo una prometía «activación instantánea» para todos los prefijos del país. Llamé.

—Voice-O-Rama, donde recibirá el especialísimo trato Voice-O-Rama. Lo atiende Holly.

—Hola, Holly. Necesito un buzón de voz con el prefijo 717 de Harrisburg, Pennsylvania, y necesito activarlo ahora mismo.

—Un momento, por favor... Lamentablemente, en este momento no tenemos nada disponible con ese prefijo. ¿Qué le parecería uno con el prefijo 954 de las afueras de Fort Lauderdale? Ahora mismo los tenemos en especialísima oferta especial.

—Necesito el 717. Se supone que vive en Harrisburg.

—¿Qué le parece entonces el 649? También lo tenemos en especialísima oferta especial.

—¿Dónde está?

—En las islas Turks y Caicos.

—¿Dónde?

—Cerca de las Bahamas. Hasta 1962 formaron parte de la colonia británica de Jamaica. Cuando Jamaica obtuvo la independencia, se convirtieron en una colonia aparte.

—No, no, no. No me has entendido. Necesito un 717 de Harrisburg, Pennsylvania. ¿Me lo puedes facilitar?

—Con prefijo 717, no. Lo siento mucho, señor.

—Pero esto no es el especialísimo trato de Voice-O-Rama, ¿verdad que no, Holly?

—Usted verá. Esto es lo que hay. ¿Desea alguna otra cosa?

—Qué horror.

—Bien, voy a desconectar la llamada...

—No, no. Me quedo con el número de Fort Lauderdale. Me lo quedo. Y voy a hacerte otra pregunta: ¿es confidencial? No quiero que nadie sepa que he abierto esta cuenta de buzón de voz.

—Si usted no lo dice, nadie lo sabrá. ¿Quiere una contraseña secreta?

—Sí.

Holly me la dio, y me preguntó si quería contratar otras dos cuentas de buzón de voz. Al parecer, era otra de las especialísimas ofertas especiales de Voice-O-Rama: tres cuentas por diez dólares al mes.

—De acuerdo —dije.

Me asignó tres números: el número de Florida y dos en Alabama. No tenía idea de cómo iba a explicarle a Robert los prefijos de Alabama; ni siquiera hay lotería en ese estado.

También me proporcionó un número gratuito para grabar los mensajes del contestador de cada buzón. No había pensado en eso. ¿Qué iba a decir? ¿Cómo iba a hacerme pasar por tres personas diferentes?

Decidí grabar primero el mensaje de Gloria, puesto que era el número que me había pedido Robert, y para entonces ya estaba hecho a interpretarla. Escribí un breve mensaje y lo leí en voz alta al teléfono, con la misma voz aguda que había usado antes. Un fracaso: sonaba como mi voz fingiendo ser una vieja. Volví a grabarlo, intentando que se oyera el resuello, pero esta vez parecía mi voz fingiendo ser una vie-ja acatarrada. Intenté hablar a toda prisa, como el tipo de aquellos antiguos anuncios de FedEx, para que no se distinguiera mi edad ni mi sexo. Nada: un yonqui en pleno subidón de helio. Intenté hablar muy lentamente; hablé con un chicle en la boca; fingí ser retrasado; fingí ser británico, pero todas las grabaciones sonaban como mi voz haciéndome el gracioso.

Al final, tapé el teléfono con un calcetín y grabé el siguiente mensaje, con la voz más grave que pude conjurar: «Aquí Fred. Gloria y yo hemos salido. Deje un mensaje y lo llamaremos. Puede que tardemos un poco, porque vamos a pasar casi todo el verano en la caravana.»

Me gustó ese último detalle, que me inventé sobre la marcha. Pensé que así se explicaría que pasara tiempo sin que Gloria devolviera la llamada de Robert. De las otras dos cuentas me ocupé más rápidamente. En una de ellas no grabé nada: aire. En la otra, grabé la voz del software de Amé­rica Online, diciendo «¡Tienes un e-mail!». Supuse que no era una pista que pudiera delatarme.

Luego me recosté en la silla y contemplé lo que había hecho. Al menos era algo, y hasta era posible que fuera suficiente, me atreví a esperar. Por primera vez sentí que podía tomarme un respiro: de momento, había hecho cuanto podía para protegerme y tratar de que todo volviera a la normalidad. Pero cuando efectivamente me tomé un respiro, tuve que hacer frente a la creciente convicción de que no iba a ser así; esta vez iba a ser diferente para mí, diferente y horrible.

Poco después, sonó el teléfono: era Robert.

—¿Has encontrado las notas? —me interpeló—. ¿Por qué no has vuelto?

—Sí, las he encontrado.

Esperaba que se alegrara o que expresara cierto grado de alivio, pero no hizo más que mascullar «hum» dos veces, o quizá tres.

—Tengo el teléfono —añadí.

—¿Estás seguro, Steve? ¿Cómo es que tú lo tienes y yo no he podido conseguirlo? Vamos, dámelo.

Le facilité el número del buzón de voz que acababa de abrir.

—¿Has llamado?

—No.

—Bien. No llames, no quiero que llames a nadie hasta que no haya llamado yo.

—Así me va a resultar difícil localizar a esa mujer, ¿no crees?

No respondió. Ninguno de los dos dijimos nada durante unos segundos.

—Tengo más, Robert. Tengo algo más para ti.

Le di los otros dos números de buzón de voz, que adjudiqué a los otros dos ganadores de la lotería que mencionaba en el artículo. Mientras hablaba, anoté en una ficha qué número correspondía a quién, para que no se me olvidara.

—También tengo unas notas —añadí—. Pero no tengo fax en casa. ¿Te parece bien que te las entregue mañana?

Robert no contestó, pero en cambio dijo que había hablado con el director del Substance y que había quedado para volver a hablar con él a las 10.30 del día siguiente.

—De acuerdo, Robert. Lo tendré todo listo para entonces.

Y sin el menor aviso previo, cortó la comunicación. No puede decirse que me colgara el teléfono; más bien me apagó, como a un programa de televisión que ya no pudiera soportar. Sólo cuando sonó el triple tono de la compañía telefónica y oí la grabación que me indicaba que tenía el teléfono descolgado, me di cuenta de que Robert había colgado.

 

 

Poco después, cogí el coche y me dirigí al Weekly, aparqué en el garaje subterráneo y subí en ascensor al octavo piso. Allison iba a volver pronto a casa, y no me apetecía enfrentarme a la pelea que sabía que iba a producirse si todavía estaba allí cuando regresara al apartamento.

En la oficina iba a poder trabajar solo; era lo bastante tarde para que todos los redactores se hubiesen marchado. Sólo quedaba el tipo de la limpieza, conocido como el Pape-leras. Acababa de empezar la ronda nocturna y estaba dentro, pasando la aspiradora. Me oyó girar la llave en la puerta delantera del Weekly y abrió antes de que yo la retirara de la cerradura.

—Sabía que eras tú.

—Gracias —respondí vagamente, y pasé por su lado en dirección a mi despacho.

El Papeleras era un inmigrante paraguayo solitario, y como a menudo yo era el último en marcharme de la oficina, muchas noches venía a mi despacho y me hablaba de su mujer y de sus dos hijas. Seguían en Sudamérica, y él hacía más de dos años que no iba a visitarlas. Me decía que las echaba mucho de menos y que no tenía amigos en Wash­ington.

Una noche que me había quedado hasta muy tarde, me ofrecí a llevarlo a su casa; en algún momento había dicho que tenía un apartamento alquilado cerca de la revista. Pero rechazó mi ofrecimiento. «Ésta es mi casa», me dijo.

Le pregunté otra vez, pensando que me habría entendido mal. En general, el inglés del Papeleras era excelente, pero de vez en cuando no entendía alguna palabra. «Ésta es mi casa, Esteban», repitió en español.

Me explicó que, cuando todos nos íbamos, recorría la oficina fantaseando con que vivía allí. Me confió que le gustaba pensar que los redactores éramos sus hijos e imaginar que habíamos salido de noche. «A veces hago como si todos estuvierais en una gran fiesta, a la que yo no he podido asistir porque tengo que trabajar hasta tarde —me contó—. Entonces pienso que volveréis pronto y que yo estaré aquí, esperándoos.»

De vez en cuando, el Papeleras se quedaba en la oficina hasta las dos o las tres de la madrugada, mucho después de que se marchara el resto del personal de la limpieza. Su entusiasmo por el trabajo llegaba a ser fastidioso para casi todos los redactores, porque cuando se quedaban hasta tarde, entraba en sus despachos e intentaba darles conversación. Como no sabía por dónde empezar, les preguntaba si tenían algo para tirar. «¿Papeleras? ¿Papeleras?», decía. De ahí le venía el apodo.

Cuando le pregunté por su apartamento, me dijo que casi nunca estaba allí. Lo usaba para dormir, pero en cuanto se despertaba, salía. En verano, pasaba la tarde en los parques de la ciudad. En invierno, prefería los museos de Wash­ington. Su favorito era el Museo del Aire y el Espacio, que según decía había visitado más de cien veces en los dos últimos años. Cuando le dije que no me creía que nadie pudiera ir con tanta frecuencia a un museo, se subió a mi mesa y me recitó el discurso del alunizaje de Neil Armstrong, con el plumero a modo de micrófono. Cuando llegó a aquello de «un gran salto para la humanidad», saltó del módulo lunar.

Convencido, le pregunté por qué regresaba siempre al mismo museo. «Porque tienen helado de astronauta», me dijo, y me contó que había mandado un paquete con ese dulce a Paraguay por Navidad.

En febrero, yo había organizado una pequeña fiesta de cumpleaños para el Papeleras. Vinieron Brian, Lindsey y Allison, y esperamos en mi oficina a que pasara él en una de sus rondas. Cuando apareció, le teníamos preparado un pastel con velitas. Brian nos hizo un par de fotos con una Polaroid. En la que le mandó a su mujer, en el espacio en blanco que hay debajo de la imagen, el Papeleras escribió: «Mi mejor amigo.»

—¿Te sorprende que supiera que eras tú? —me preguntó aquella noche el Papeleras—. Cada uno tiene una forma particular de girar la llave. Tú, Esteban, lo haces con mucha suavidad.

Le di las gracias y me volví por primera vez hacia él.

—¡Ah, ya veo que tenía razón! Vienes de una fiesta —comentó al verme la cara—. ¿Vendrán también los demás?

—¿Cómo? —le pregunté, contrariado. Más gente equivalía a más complicaciones, y yo no podía con nada más.

—Tienes las mejillas rosadas y los labios pintados. ¿Un baile de disfraces?

¡Claro! Todavía llevaba el maquillaje de Gloria. Tenía que quitármelo.

—No, no vendrá nadie más —le aseguré a él y a mí mismo. Y me volví en dirección al lavabo.

—¿Esteban? —dijo. Su voz era amable.

—¿Sí? —respondí, casi sin detenerme; esta vez ni siquiera me volví para mirarlo.

El Papeleras no contestó en seguida; estaba esperando a que me volviera, pero no lo hice. Oí el ruido metálico de una papelera mientras la levantaba de debajo de una mesa.

—¿Papelera, Esteban? ¿Esto es para tirar a la papelera?

—Sí —le respondí, aunque no tenía ni idea de lo que me estaba mostrando—. Adelante. Tíralo, tíralo todo a la papelera.

 

 

Cuando volví del lavabo, después de frotarme el maquillaje de la cara, vi que la luz del contestador de mi oficina estaba parpadeando. Había tres mensajes. El primero era de Cliff. Decía que estaba en el restaurante, que me había retrasado media hora y que me daba quince minutos más. Eso había sido más de una hora antes; debía de haberse marchado hacía rato. Seguramente estaría enfadado, pero no tenía tiempo de llamarlo y explicarle lo que ocurría.

El segundo mensaje era de Brian: «Glass, llámame a casa. Estoy preocupado por ti. Lindsey me ha dicho que Robert está en pie de guerra. Imagino que lo estarás pasando fatal. Llámame si necesitas algo. Llama aunque no necesites nada. Tú llama.»

Brian y yo habíamos crecido juntos en la revista. Había­mos estudiado juntos la carrera y habíamos trabajado juntos en el periódico de la universidad, el Cornell Daily Sun. Nos habían contratado al mismo tiempo, habíamos empezado a trabajar el mismo día y teníamos pensado quedarnos para siempre en el Weekly, o por lo menos hasta que fuéramos unos vejetes arrugados y encogidos, incapaces de teclear una palabra. Después, decíamos, simplemente seríamos ávidos lectores del Weekly y por fin encajaríamos en las estadísticas de edad de la revista. Además, tendríamos la edad perfecta para iniciar una productiva carrera como autores de Cartas al Director. Era nuestro sueño. Habíamos hablado de ello muchas veces mientras tomábamos una copa; incluso nuestras respectivas novias lo habían comentado.

El tercer mensaje era de Robert. Decía que le había dejado un mensaje a Gloria en el contestador, que ella todavía no lo había llamado y que no entendía por qué. Su llamada era muy importante. «¿Es que no se da cuenta?», se preguntaba Robert.

Pasé por alto el mensaje, saqué el artículo de la lotería y volví a leerlo. Esta vez subrayé todo lo que requería pruebas. Para completar la documentación, iba a necesitar la información de contacto de varios entrevistados más y demostrar la existencia del boletín de ganadores de lotería que citaba en el artículo. Eso era mucho más de lo que ­podía hacer en una noche, pero tenía la esperanza de que cierta cantidad de pruebas fuera suficiente para que Robert me creyera.

Lo primero era Stanley Romaine, el abogado que mencionaba en el artículo, el mismo al que yo atribuía la organización de la conferencia. Abrí una cuenta nueva de correo electrónico, AbogadoStan@aol.com, y entré en la sección de America Online que permite crear páginas personales. Monté la más simple que pude. En su gran mayoría estaba compuesta de texto, pero sabía que iba a necesitar por lo menos una foto, para hacerla más creíble. Tecleé en un buscador «fotos de hombres profesionales liberales», y en seguida apareció una web porno para gays, con imágenes de hombres en traje gris. Copié la foto de «Madurito Max» y la pegué en la página personal del abogado Stan. Con un libraco en una mano y gafas de montura metálica, Madurito Max tenía toda la pinta de ser el señor Romaine. Además, en el supuesto de que Robert conociera al tipo y hubiese visto sus películas, no se atrevería a mencionarlo en público.

Una última cosa: el abogado Stan necesitaba un número de teléfono. No podía asignarle una dirección —Robert querría presentarse en su oficina, o llamaría al Registro de la Propiedad, o quién sabe qué—, pero como mínimo debía tener un teléfono, y las oficinas de Voice-O-Rama no estaban abiertas por la noche.

 

 

Llamé a Nathan, mi hermano, que estudiaba en Dart­mouth.

—Hola, Steve.

—Nat, te adoro, pero no tengo tiempo de hablar.

—Hum, vale.

—Tienes que ayudarme.

—Vale —repitió—. ¿Qué quieres que haga?

—Tienes que cambiar el mensaje del buzón de voz de tu móvil. Necesito que diga lo siguiente: «Bien venido a la consultoría jurídica de Stanley Romaine. En este momento no podemos atenderlo. Deje, por favor, su nombre y su teléfono de contacto, y nosotros lo llamaremos lo antes posible.» ¿Te lo repito? ¡No, espera! Mejor di «Stanley Romaine y asociados», suena más serio.

—Ajá —dijo asombrado—. Pero ¿puedo preguntarte algo?

—Sí. Perdona que vaya con tanta prisa, no te he dado las gracias.

—No pasa nada. Lo que quería preguntarte es si ese tal Stanley Romaine es el abogado de tu artículo de la otra semana.

—Sí, el mismo.

—Lo leí. Me gustó mucho.

—Gracias.

Se hizo una pausa. De pronto sentí una tristeza agobiante, arrasadora. Mi hermano me admiraba; leía todos mis artículos. Estaba orgulloso de mí. Creía de verdad que yo era un buen periodista. Y ahora él, al igual que Robert, empezaría a cambiar lentamente de opinión.

—Entonces —dijo Nathan, cuando resultó obvio que no iba a aclararle nada—, ¿puedo preguntarte por qué haces esto?

—No consigo encontrar al tipo, y necesito que aparezca, porque Robert va a por mí. Tú no tienes que hacer nada; simplemente, cambia el mensaje del buzón de voz y no contestes al teléfono durante un tiempo. Ahora mismo no puedo hablar más.

Tragué saliva. Nunca le había mentido a mi hermano, por lo menos no de esa manera. Tampoco le había pedido nunca que hiciera algo así, pero estaba desesperado; no tenía nadie más a quien recurrir, y no podía permitirme no pedírselo: no podía dejar que el mundo se derrumbara a mi alrededor.

Aunque todo aquello debió de sonarle extremadamente sospechoso, la lealtad era lo primero entre Nathan y yo. Ambos sabíamos que no iba a preguntarme nada más.

—¿Lo harás, entonces? —pregunté.

No tuvo que pensarlo ni un segundo.

—Claro que sí.

—Gracias, Nat. Te quiero.

—Y yo a ti.

Por la forma en que lo dijo, supe que probablemente lo había comprendido todo. Después colgamos.

 

 

La noche siguió. Redacté un boletín falso llamado Nove­dades de la lotería, que según mi artículo había publicado un editorial crítico contra los ganadores rebeldes. Uno de los textos que escribí para el Novedades presentaba a un ganador que elegía los números dejándose guiar por sus peces de colores. Preparé otro artículo, «Las recetas de la suerte de Wendy Windfall», para que pareciera una sección permanente. Copié las recetas de Internet, pero cambiando un poco las cantidades, con más azúcar por todas partes.

Escribí páginas y páginas de notas. Inventé notas sobre ganadores de la lotería, perdedores de la lotería y mártires de la lotería: activistas de la lotería de todas las orientaciones posibles. Compuse notas falsas sobre casi todos los que aparecían en el artículo y sobre un par de personas que no figuraban, para poder decirle a Robert: «¿Ves?, ¡si hasta había más gente! ¡Gente que ni siquiera mencioné!»

De vez en cuando, llamaba a Allison, pero ella no contestaba al teléfono. Después llamé a Lindsey. Quería hablar con Brian, pero estaba demasiado avergonzado para hacerlo. Pensé que Lindsey sería más comprensiva.

—Perdona por llamarte tan tarde, Lin.

—No pasa nada. Robert me ha llamado. ¿Qué tal estás?

Debería haberlo supuesto. Para cualquier decisión que hubiera que tomar en la revista, ya se tratara de un titular o de elegir el restaurante para el almuerzo, Robert sentía la necesidad de recabar apoyo de los demás.

—Estoy bastante cabreado. Me parece que voy a marcharme —declaré—. Robert es el jefe; debería defender a su equipo. Es como si, en lugar de ser mi defensor, fuera mi atacante. No puedo trabajar para alguien que no me respalda.

Ella escuchó con atención, me dedicó unas palabras de apoyo y yo me calmé un poco. Después volvió a contar la historia de la vez que Robert se encerró accidentalmente en el cuarto de suministros, e incapaz de admitir que había sido torpeza suya, exigió en una reunión del personal que el que hubiera «cometido esa vileza» lo reconociera «como un hombre de honor». En la reunión, intentando quitarle hierro al asunto, Lindsey había empeorado las cosas: «¿Y qué pasa si la culpable es una mujer, Robert? —había dicho—. ¿Tam­bién tendrá que comportarse como un hombre de honor?»

—¿Te ha pedido ya que reconozcas tu vileza? —me preguntó Lindsey—. ¿Eres un hombre de honor?

Me hizo reír. Yo buscaba un aliado en la revista, sólo uno.

—Lin, ¿por qué nunca hemos salido juntos, tú y yo? —arriesgué.

Pero ella no iba por ahí.

—Hasta mañana, Steve.

—Hasta mañana.

Y durante un precioso minuto, después de colgar el teléfono, pensé realmente que todo se iba a arreglar.

 

 

Robert me encontró a las 8.30 del día siguiente, desplomado sobre mi mesa, durmiendo. Se aclaró ruidosamente la garganta para que lo oyera.

—¿En qué programa vas a salir? —le pregunté, mientras me frotaba los ojos para quitarme el sueño y un áspero resto de rímel. Iba de traje, y cuando alguien en el Weekly llevaba traje es que iba a aparecer en un programa de televisión.

No me contestó.

—Steve, he estado casi toda la noche despierto, trabajando en esto —fue todo lo que dijo.

—Yo también. Anoche no volví a casa.

—Steve, es diferente. Me estás poniendo furioso. No eres organizado. Tardas una eternidad en conseguirme las cosas. Obligarme a estar aquí es impedirme ver a mi hija, que ha venido de la universidad y está pasando la semana en casa. ¿Cómo puedes hacerme esto? ¿Cómo puedes hacerle esto a mi hija?

Gesticulaba moviendo las manos con cierta violencia.

—Lo siento, Robert. Estoy en ello. He pasado aquí toda la noche.

Hice un pausa.

—Robert, me duele que no me estés defendiendo. Soy tu redactor. Ted lo habría hecho. Él habría defendido a cualquiera de sus redactores. Y tú lo sabes.

 

 

Ted Davidson había sido el jefe de redacción anterior a Robert. En torno a su imagen se había creado una especie de culto a la personalidad, y su apodo secreto era el Coautor, o simplemente Co. Cuando corregía un artículo, Ted siempre añadía texto —a veces miles de palabras—, y al añadir, apuntalaba y mejoraba espectacularmente la prosa menos brillante de sus redactores. Aun así, nunca se atribuía el mérito de lo que había hecho, y se refería a ello simplemente como «unos ajustes», «un par de añadidos» o «unos arreglitos». Por desgracia para nosotros, el talento de Ted no tardó en atraer a los buitres: otras publicaciones lo querían y el Weekly no podía pagar lo suficiente para conservarlo. Se fue a Los Ángeles y, según pudimos saber, se casó con una esplendorosa escritora de narraciones breves. (Poco después de la boda, a nadie le sorprendió que ella transformara uno de sus cuentos en una exitosa novela de seiscientas páginas.)

Ted era conocido no sólo por lo prolífico de su pluma al servicio de otros, sino también por su lealtad. Alababa las virtudes de los suyos a cualquiera que estuviera dispuesto a prestarle oídos y, gracias a su benevolente elocuencia, bajo su dirección, la circulación del Weekly aumentó por primera vez en más de una década. También gracias a él, muchos de los que estábamos en la redacción del Weekly triunfamos a pesar de nuestra juventud. Ted creía en nosotros.

Después de la adoración que Ted había recibido de todos nosotros, no es de extrañar que Robert estuviera siempre a la defensiva. Jamás iba a poder compararse con él, no importaba lo que hiciera. Era como Johnson después de Ken­nedy. Se había vuelto quisquilloso y controlador. Tal vez otra persona hubiese reaccionado de otra manera, pero no había nada que hacer: Robert estaba condenado desde el principio, y no había sido justo para él. El recuerdo de Ted era un rival todavía más temible que Ted en persona. A decir verdad, Robert tenía muchas virtudes (era un excepcional redactor de política nacional, sobre todo en temas como la ­reforma de la sanidad y la economía; era un fantástico corrector y un excelente mentor de jóvenes reporteros, y además era un buen director que nunca mostraba favoritismos entre los redactores); sin embargo, como no eran las virtudes de Ted, nos costaba apreciarlo tanto como habíamos apreciado a Ted.

Pero tenía que dejar de pensar en Ted, porque ahora no iba a salvarme. Ted se había ido. Probablemente estaría sentado junto a su brillante mujer, al lado de una enorme piscina en forma de riñón, en una gruta artísticamente decorada, en algún lugar donde hacía un tiempo perfecto.

 

 

Robert se sentó en el sofá que estaba frente a mi mesa.

—Stephen, estoy tratando de defenderte, pero tú me lo estás poniendo muy difícil. Mira, Gloria no ha devuelto mi llamada de anoche. He investigado el resto de los nombres de tu artículo y no he podido encontrar ninguno en ningún directorio de Internet, y se supone que son gente de negocios, gente a la que le ha tocado la lotería, abogados... ¿Cómo es posible? Son gente del dominio público. Y otra cosa, ¿sabes qué hay que hacer para tener un buzón de voz?

—¿Por qué lo preguntas?

—Los tres números que me diste van a un buzón de voz, y no sólo eso, sino que van al mismo tipo de buzón de voz. Si pulsas la tecla de la almohadilla, sale la misma voz grabada y dice lo mismo. Por eso te pregunto: ¿sabes qué hay que hacer para tener un buzón de voz?

La forma en que Robert levantaba el tono al final de cada pregunta traicionaba lo muy encolerizado que estaba. Me estaba acorralando. Sospechaba y comenzaba a intuir que estaba en lo cierto. Yo lo veía ponerse cada vez más furioso y me daba miedo.

Le respondí cautelosamente:

—Muchos usan el buzón de voz que les dan en el trabajo, ¿no? O el que les asigna la compañía telefónica.

—¿Hay alguna otra forma, Steve? Piensa un poco.

Aunque en ese momento hice una pausa, fue solamente para respirar. No pensé en lo que iba a decir. Simplemente hablé:

—Bueno, he visto en la guía telefónica que puedes abrir una cuenta de buzón de voz pagando una mensualidad. Hay toneladas de anuncios de servicios de buzón de voz en las Páginas Amarillas.

—Ya lo sé, Steve. Yo también he mirado en la guía —repuso Robert, como diciendo: «Te he pillado.»

A menudo me he preguntado por qué revelé tan fácilmente ese retazo de verdad, después de lo mucho que había trabajado para ocultarlo todo. Mi confesión era condenatoria al más absurdo estilo de Perry Mason: «¡Ajá! Miembros del jurado, yo pregunto: ¿cómo podía saber Stephen que esos servicios de buzón de voz se anunciaban en la guía de teléfonos si nunca los había utilizado? ¿Coincidencia? ¡Yo no diría tanto!»

En los meses que siguieron, Robert solía señalar ese momento con orgullo detectivesco. Decía que me había enredado con su astucia y que prácticamente me había sacado una confesión en cuanto bajé la guardia. Pero estoy casi seguro de que Robert no tuvo nada que ver con mi desliz. Las palabras me salieron de dentro. Fue una momentánea manifestación de la guerra que se estaba librando en mi subconsciente, y el primer indicio del lado que iba a ganar.

—¿Hay alguna otra cosa que quieras decirme? —me presionó Robert—. ¿Algo importante, antes de que lleguemos más lejos?

—No.

—¿Nada que tengas entre pecho y espalda?

—No, en realidad, no.

—¿Estás seguro? —insistió Robert—. ¿No hay nada que prefieras contarme ahora? Porque al final voy a averiguarlo todo; de eso puedes estar seguro.

Lo dijo de la manera en que a veces los periodistas presionan a los entrevistados o los policías a los sospechosos: insinuándoles que hablar les dará mejor control de la situación que quedarse callados.

Se hizo un largo silencio.

—Bueno, hay una cosa —respondí en voz baja, mientras él aguardaba, expectante—. Me gustaría enseñarte algunas de las notas que tomé en las entrevistas. Creo que podrían resultar útiles.

Le entregué el montón de páginas que había redactado la noche anterior.

—Oh —exclamó él.

Me miró. Parecía sorprendido por las dimensiones del montón. Me di cuenta de que no sabía qué pensar. Un momento antes había dado casi por terminada nuestra conversación, creyendo que sólo faltaba mi confesión entre lágrimas, pidiendo clemencia. Pero por un momento Robert, el prestigioso director del Weekly, que se había abierto camino a lo largo de más de veinte años hasta su puesto en el pi-náculo de los medios periodísticos de Washington, pensó que tal vez tuviera que pedirme perdón a mí, un redactor de veinticinco años.

Robert hizo correr con el pulgar el fajo de pruebas. Había muchas y estaban espléndidamente organizadas. No se paró a leer las notas, era más bien como si las sopesara.

—De acuerdo, echaré un vistazo a tus notas, Steve, pero respóndeme a esto: ¿cómo es que no he podido encontrar a nadie en la red? ¿No te parece raro?

—No lo sé. Yo sólo encontré a uno: el abogado de Gloria.

—¿Dónde? Dame la dirección ahora mismo. Y no me vengas con que tienes que ir corriendo a casa.

—Hum. De acuerdo —dije, mientras buscaba entre mis papeles—. Aquí está. Éste es el enlace.

—Ponlo ahora mismo en pantalla.

Tecleé la dirección de Internet, y apareció la foto de Madurito Max, en su famoso papel del abogado Stan. Nunca hasta entonces, y nunca más desde aquel momento, me pareció tan guapo un galán del cine porno.

Robert se sentó, asombrado. Recorrió dos veces la página y salió de mi oficina sin decir palabra. Pero su silencio fue breve. Nada más llegar a su despacho, me llamó por la línea interna:

—No te vayas a ninguna parte, Steve. Necesito pensar.

—Aquí estaré. No tengo adónde ir, excepto quizá al lavabo. Ahí sí que puedo ir, ¿no?

—No te hagas el gracioso. Todavía no hemos salido de ésta.

—No era mi intención hacerme el gracioso, Robert. Estoy cansado. Perdona.

Robert no me dijo nada más, pero antes de desconectar la llamada, oí que le gritaba a Ian:

—Te dije que te quedaras aquí. Te dije que no salieras de mi despacho...

 

 

Cerré la puerta de mi oficina, apagué las luces, y me tumbé en el sofá. Necesitaba urgentemente dormir un poco; empezaba a marearme. Justo cuando empezaba a quedarme dormido, sonó el móvil. Dejé que saltara el buzón de voz, pero en seguida volvió a sonar. En mi familia, llamar dos veces seguidas es señal de que se trata de algo muy importante. No solemos hacerlo a la ligera, por lo que cogí la llamada.

—¿Diga?

—¿Steve?

—Hola, Nat. Perdona que no lo haya cogido la primera vez. Ha sido un día horroroso.

—Robert acaba de llamar a mi móvil. Ha dejado un mensaje, un mensaje muy largo diciendo que es urgente que lo llame... bueno, yo no, el abogado, el señor Romaine, y que siente molestarme... bueno, no a mí, sino a él, o a quien sea, pero que tengo que llamarlo lo antes posible.

—Vale, no lo llames.

—¿Estás seguro, Steve? Un momento... Tengo una llamada en espera... No cuelgues... En la pantalla me sale que es él. ¿Qué hago?

—No lo cojas. Deja que salte otra vez el buzón de voz.

—¿Va a pasarse el día entero llamando?

—Puede que sí.

—Si te digo la verdad, no quiero tener el teléfono sonando todo el día. ¿Cuánto va a durar esto?

—Todavía no lo sé. ¿No puedes desconectar el timbre?

—No, porque hay llamadas que me interesa coger.

—Nat, he estado pensando en comprarte un teléfono nuevo.

—¿Qué?

—Puede que tenga que usar ese número durante un tiempo.

—Steve, tengo una llamada en espera otra vez. Y es Robert otra vez. Insistente, ¿no?

—Pensándolo bien, tal vez deberías devolverle la llamada. Lo único que quiere es comprobar que el señor Romaine existe. ¿Puedes decirle que eres él y confirmar que te entrevisté la otra semana?

—Pero ¿y si me hace preguntas?

—Tendrás que improvisar.

—Pero eso es peligroso. Puedo fastidiar todo el invento.

—Nat, se supone que eres abogado. ¿Por qué no le dices simplemente que tu cliente no quiere que hables con la prensa? Intentará enredarte para hablar más tiempo, pero tú no lo dejes. Dile que tienes que marcharte. Si hace falta, le cuelgas. ¿Te atreves a hacerlo?

—No te lo vas a creer: ha vuelto a llamar.

—Bien, pongamos el plan en acción. ¿Estás tranquilo?

—Hum...

—Vale, lo ensayaremos un par de veces. Imagina que soy Robert.

Al final, lo ensayamos tres veces. Le hice todo tipo de preguntas. A la segunda, Nat ya estaba metido en su papel. A la tercera, lo hizo con tanto aplomo que Robert se iba a arrepentir de haber llamado a Stanley Romaine y Asociados: «¡Y deje de acosar a la gente con tantas llamadas! ¡Así no hace más que demostrar su falta de educación!», había rugido Nathan poco antes de colgar el teléfono, la tercera vez que ensayamos.

Pero después me confesó que estaba nervioso:

—Me siento como si fuera a pilotar un avión a ciegas.

—Tú puedes, Nat. Yo sé que puedes.

—Es muy importante para ti, ¿verdad?

—Así es. Lo necesito como nunca he necesitado ninguna otra cosa en la vida. Detesto tener que pedírtelo, pero te necesito.

Hubo una pausa.

—De acuerdo, Steve, lo haré. Te llamaré cuando ya haya hablado con él... Espero que para entonces todavía conserves tu empleo.

Ocho minutos y cuarenta y dos segundos después, Na-than llamó.

—¿Cómo ha ido? ¿Ha funcionado?

—No lo sé. Creo que sospecha algo. Me ha preguntado si había hablado contigo, y esa parte fue bien. También me ha preguntado por personas concretas del artículo, una tal Gloria, creo. Le he dicho que no hablo de mis clientes. Ha seguido haciéndome más y más preguntas, y yo he seguido repitiendo «No hablo de mis clientes».

—¿Y entonces?

—Como no parecía que fuera a parar nunca, y como yo no podía hacer otra cosa aparte de repetirle «No hablo de mis clientes», le he soltado un grito y he cortado la comunicación.

—Perfecto.

—Pero ahí no termina la cosa. Ha vuelto a llamar y me ha dejado otro mensaje en el buzón de voz. Dice que lamenta haberme presionado y que lo disculpe. Es curioso, pero parece sincero. Dice que necesita averiguar algo muy importante y que lamenta que a mis clientes no les guste, pero me ruega que les explique que para él es importante, muy importante, que contesten a sus preguntas.

—¿Daba la impresión de haberse creído que eras Ro­maine?

—Sí, más bien.

—Nat, no pareces muy satisfecho. ¿Hay algún problema? ¿Me estás ocultando algo?

—Nada, no te preocupes.

 

 

Cuando Nat y yo terminamos de hablar, me tumbé otra vez en el sofá y cerré los ojos. Me sentía fatal por lo que le había obligado a hacer a mi hermano, y quería dormir para evadirme de eso y de todo. Pero no lo conseguía, ni tampoco permanecer despierto. Continué en ese estado, hasta que Robert volvió a llamarme por la línea interna. Me pidió que fuera a su despacho, para la conferencia telefónica con el Substance.

Encontré a Robert solo en su oficina. Un olor a hombre de pelo en pecho dispuesto a dar la talla flotaba en el ambiente. A Bullwinkle lo había echado o, más probablemente, se había escapado.

—Steve, en cuanto terminemos con esta llamada (y ya nos aseguraremos de que sea rápida), tú y yo iremos a donde sea que se celebró esa conferencia y allí preguntaremos a la gente al respecto —me instruyó Robert—. Alguien podrá darnos algún tipo de información. Y no digas que no, porque de todos modos vamos a ir, ¿entendido?

Asentí.

—Bien. Vamos allá.

La llamada fue breve. Les facilité al reportero y al director del Substance las mismas pruebas que le había presentado a Robert, incluida la información sobre la web del abo-gado Stan. Parecieron sorprendidos. Me hicieron algunas preguntas más sobre el artículo y yo intenté contestarlas lo mejor que pude. Mi tono fue servicial, pero incomodado.

En un momento dado, una pregunta me preocupó, y pedí ayuda:

—Robert, ¿te importaría cerrar el micrófono del teléfono para que pueda hablar contigo un momento? Quiero preguntarte algo.

—No, Steve. Respóndeles. Yo también quiero saber la respuesta.

Entonces supe que las cosas habían cambiado para siempre en lo que a mí concernía. Con esa sola observación, Robert había manifestado al Substance que no estaba de mi parte; a él también le preocupaba mi artículo, y él también quería respuestas. Fue su manera de decirles: «Si vais a airear los trapos sucios de Steve, hacedlo, pero debéis saber que yo no tengo nada que ver con él y que tampoco creo lo que dice.»

Elucubré una respuesta para aquella pregunta, y para las dos o tres que siguieron. Después, Robert dijo que tenía trabajo que hacer y dio por terminada la conversación.

—Ya es hora de irnos —dijo, poniéndose la americana.

—Voy a buscar las llaves del coche —respondí—. Están en mi mesa. Vuelvo dentro de un minuto.

Había pensado que las notas, la página web y la conversación de Nat con Robert serían suficientes, pero no habían hecho más que empeorar las cosas; ahora Robert y yo íbamos de camino a Virginia. ¿Cuánto tiempo más podría continuar con aquella farsa?

Me asustaba seguir adelante, pero más me asustaba dar marcha atrás. La esperanza de que la vida volviera a ser como antes, como cualquier día antes de aquel día, persistía, aunque cada vez resultaba más irracional. Por más que se acumulaban las pruebas en su contra, mi esperanza no moría. Me pregunté qué haría falta para matarla.

 

 

De camino a mi oficina, me di de bruces con Lindsey.

—Lo he estado pensando toda la noche —me dijo, tocándome el hombro—. Es horrible lo que te está haciendo. Tienes toda la razón, creo que deberías irte en cuanto esto haya terminado. Probablemente deberíamos hacer algo todos, protestar. Cualquiera de nosotros podría ser el acusado.

—Gracias, Lin, pero ahora tengo que salir.

—No, espera. Robert ni siquiera debería dignarse responder a sus preguntas. Debería mandarlos a la porra y decirles que escriban lo que les apetezca. Ahí tienen la sección de Cartas al Director para lo que quieran decir. A menudo publicamos artículos que reconocen errores en nuestros reportajes. Para eso están las Cartas al Director. Pero no debería dejarlos pasar de ahí.

Lindsey me miró con ojos afligidos. Yo no dije nada.

—¿Quieres que hable con él? Quizá sirva de algo —se ofreció. Debería haberle dicho que no, pero no dije nada. Ansiaba la defensa apasionada, aunque equivocada, de Lin.

Empezó a hablar de nuevo, pero le pedí disculpas y me fui a buscar las llaves. Después supe que consideraba que yo la había traicionado: a ella, mi último aliado. Y tenía razón. Como un hombre a punto de ahogarse, me agarré a los que tenía cerca, a Lin y a mi hermano, sin pararme a pensar que podría haberlos hundido conmigo.

 

 

Muy a mi pesar, volví al despacho de Robert. Con un suspiro, se puso en pie y me acompañó por el pasillo hasta el ascensor, donde los dos nos sumimos en nuestras propias preocupaciones, cada uno por su lado.

Yo fui el primero en salir del ascensor, y Robert me siguió hasta mi Saturn blanco. Como había llegado la noche anterior, antes que todos los demás, tenía el coche aparcado junto al ascensor.

—Buena plaza —comentó Robert, como si yo hubiese hecho algo reprobable para conseguirla.

Fui hasta el lado del pasajero, abrí la puerta, esperé a que Robert estuviera perfectamente sentado, le aconsejé que tuviera cuidado de no pillarse la mano y cerré. Recorrí lentamente el camino alrededor del capó del coche hasta el asiento del conductor, estudiando a Robert a través del parabrisas. «Venga, Robert, estírate y abre mi puerta —me decía para mis adentros—. Tira del botoncito. Venga, hazlo.» Pero los brazos de Robert permanecieron fijos, cruzados sobre su pecho, con los dedos metidos bajo las axilas.

Entré en el coche, arranqué y puse la marcha atrás, haciendo uso del intermitente, aunque no había nadie para verlo. Subí lentamente la rampa y esperé a que la puerta ­automática se abriera del todo, en lugar del habitual sitio-suficiente-para-que-pase-el-coche. Y salí a New Hampshire Avenue.

—Venga, Steve, que esto no es el examen para el carnet. Tenemos prisa.

—Soy un conductor seguro, soy un conductor muy seguro. No voy a cambiar mi forma de conducir ahora.

—No te estoy pidiendo que cambies, sino que... bah, da igual. ¿Adónde vamos? —preguntó Robert.

—Al lugar donde se celebró la conferencia —respondí.

—¿Y dónde es eso?

—Jeffersonville.

—Eso ya lo habías dicho, Steve. Pero ¿en qué parte de Jeffersonville? El lugar exacto.

—No conozco muy bien los alrededores de Virginia, pero sé ir. Es en una carretera importante. Ya te lo enseñaré.

—Naturalmente que me lo enseñarás. Vas a hacerme de guía y vas a mostrarme cómo sucedió todo.

Había empezado a llover y el único ruido que se oía en el interior del coche era el que hacían los limpiaparabrisas. Blub-blub. Cada dos segundos, barrían otra oleada de agua hacia los bordes del cristal. Blub-blub. Como un metrónomo, parcelaban el tiempo. Blub-blub. No pude evitar pensar que eran una cuenta atrás.

Seguí adelante y en seguida pasamos frente a la Casa Blanca. Pensé en el presidente Clinton, allí dentro; él estaba metido en un lío peor que el mío.

—Vas demasiado lento, Stephen.

Había bajado de veinticinco kilómetros por hora. Tenía previsto usar ese tiempo para pensar y preparar lo que iba a decir cuando llegásemos al lugar de la conferencia, pero no conseguía inventarme ninguna historia. Decidí dirigirme al único lugar de Jeffersonville que era capaz de encontrar con el coche: un pequeño complejo llamado Olde Jeffersonville Square. El Olde Jeff era una apuesta arriesgada, porque sólo había estado allí una vez, años atrás, y no recordaba muy bien cómo era. Pero sabía que mis probabilidades de convencer a Robert dependían mucho menos de la localización que de mi habilidad para contar historias.

Atravesamos el puente de la calle Catorce y pasamos junto al Aeropuerto Nacional. El tráfico era bastante intenso y, con la lluvia, nos movíamos a paso de funeral.

—No debe de haber peor camino que éste para ir a Jeffersonville, Steve. Ve por el Parkway; será más rápido.

—Lo siento. Es el único camino que conozco. No sabría cómo llegar si fuésemos por otra carretera.

 

 

Veinte minutos después, llegamos. Al acercarnos, vi que el Olde Jeff constaba de cuatro edificios de oficinas y un hotel. En el centro había una plaza de hormigón, dominada por un gran monumento a los caídos en la guerra de Se­cesión. Había varias personas que habían salido a fumar bajo las marquesinas e intentaban no mojarse. Por lo demás, el área tenía todo el aspecto de haber sido evacuada. ¿Eso era una buena o una mala señal? No sabía qué pensar. Allí no habría nadie para ayudarme, pero tampoco para contradecirme, y quizá eso fuera lo mejor que me podía pasar.

Detuve el coche en el primer edificio de oficinas.

—Aquí es —anuncié.

—¿Aquí?

—Bueno, ésta es básicamente el área —dije con voz ­débil.

—No quiero ver «básicamente el área», Steve, sino el sitio, el lugar exacto donde pasó todo. Así que aparca el coche y muéstramelo.

Apagué el motor. Había estacionado en la entrada de vehículos del edificio de oficinas.

—No puedes aparcar aquí; hazlo en un sitio legal. No quiero oírte decir, mientras estamos ahí dentro, que tienes que volver al coche porque te van a poner una multa.

—Está lloviendo a cántaros.

—No te vas a deshacer. Aparca bien.

Volví a arrancar y empecé a rodear el bloque de oficinas, en busca de un estacionamiento.

—¿Dónde aparcaste cuando viniste a la conferencia? Dejaremos el coche en el mismo sitio.

—Vine en metro.

—¿Ah, sí? No creo que haya ninguna estación por aquí cerca.

Empezó a escribir otra vez en su agenda.

—O quizá me trajo Allison.

Un poco más adelante, vi una señal de un parking abierto al público. Entré.

—¿Sabes, Robert? Esto me resulta muy familiar —comenté mientras sacaba un ticket de la máquina—. Ahora que estamos aquí, creo recordar que dejé el coche en este parking. Eso es. No me trajo Allison, ahora que lo pienso.

Robert no dijo nada. Me sentí mal por dentro.

 

 

Salimos del coche y nos dirigimos andando al hotel, que estaba en el edificio central del complejo. Yo no tenía paraguas, y Robert, de menor estatura que yo, llevaba el suyo demasiado bajo para que pudiésemos compartirlo.

—Quiero que vayas siempre un paso por delante de mí —me indicó—. Tú me estás guiando a mí, y no al revés.

Asentí.

El Democratic Hotel era un desabrido montón de cristal y metal cromado, de quince pisos de altura. Banderas de diferentes países, docenas de banderas con placas que identificaban su nacionalidad, adornaban el sendero de la entrada. Un botones nos abrió la puerta, y Robert volvió a desenfundar la agenda.

—Sí, aquí fue donde empezamos —le dije a Robert, cuando estuvimos en el vestíbulo.

—¿Estás seguro?

—Recuerdo las banderas. ¿Ves esa de ahí? Es la bandera de las islas Turks y Caicos —expliqué, señalando una bandera azul, la tercera empezando por la derecha—. Me lo dijo Romaine, el abogado. Las islas formaron parte de la colonia británica de Jamaica hasta 1962. Cuando Ja­maica obtuvo la independencia, pasaron a ser una colonia aparte. Fue cuando consiguieron esa bandera. La familia de Romaine desciende de los primeros colonos, por eso él sabe mucho de esas cosas.

A decir verdad, de pequeño me había aprendido de memoria la sección de banderas de la Enciclopedia Británi-ca que la abuela nos había regalado a mi hermano y a mí, porque eran las únicas ilustraciones en color. La lección de historia se la debía a Holly, de Voice-O-Rama.

—Dime, Steve, ¿dónde estabais sentados cuando tuvisteis esa fascinante conversación?

Fui hasta el centro del vestíbulo, cerca del ascensor de paredes de cristal, giré 180 grados y señalé hacia un par de deteriorados sofás:

—Estábamos ahí. Sí, justo ahí.

—Vale. ¿Recuerdas si alguna de esas personas que hay detrás del mostrador de recepción también estaba aquí la última vez?

—No lo recuerdo.

—¿O quizá el botones que nos abrió la puerta? ¿Estaba aquí la otra vez?

—No lo recuerdo.

—Recuerdas un montón de cosas sobre las banderas, pero nada sobre la gente —replicó Robert, subiendo el tono—. Las banderas no pueden hablar, Steve.

—Robert, recuerdo lo de las banderas porque pensé que podían ser interesantes para añadir una nota de color a mi artículo. El botones, el conserje y todos los demás me importaban una mierda.

Yo también había levantado la voz, y el botones y el conserje, que habían oído la mención a sus respectivos cargos, nos miraban sorprendidos.

—Lo siento —me disculpé suavemente en su dirección—. No me refería a ustedes.

—De acuerdo. ¿Qué pasó entonces?

Conduje a Robert en una visita guiada por el vestíbulo del hotel. Contó nuestros pasos y anotó las cifras. Tomó notas de todo. Le expliqué que el señor Romaine y yo habíamos estado cierto tiempo sentados en el sofá, hablando. Le pedí que se sentara conmigo, para que pudiera tener «la sensación de cómo fue». La escenificación completa me ayudaba a improvisar con más fluidez.

—Cuando llevábamos unos quince minutos hablando, Gloria salió de ese ascensor. —Entonces advertí que había una zona de fumadores del otro lado del ascensor—. Como quería un cigarrillo, tuvimos que levantarnos y venir hasta aquí, hasta este otro grupo de sofás, para que pudiera fumar —expliqué, señalando la sección de fumadores.

—¿Estos sofás?

—Sí. Recuerdo este sofá porque era muy incómodo. El tapizado está lleno de quemaduras de cigarrillo.

—¡Basta ya! ¿A mí qué me importan el tapizado y las jodidas banderas? ¿Sabes lo que me importa? Me importa que me cuentes qué coño pasó aquel día. ¡Ya está bien, Stephen!

Robert estaba gritando. El botones y el personal de recepción y de limpieza nos miraban con gesto grave. Una de las mujeres del mostrador de recepción descolgó un teléfono y murmuró algo. Yo proseguí la visita guiada, pero susurrando las explicaciones.

Mientras nos dirigíamos al fondo del vestíbulo, vi que había un pequeño restaurante en la parte de atrás.

—Consideramos la posibilidad de tomar un bocado ahí, en el café Congressional, porque Romaine tenía hambre —con-tinué—. ¿Te he dicho ya que era increíblemente obeso? La foto de la web debe de ser de hace años; desde entonces debe de haber aumentado unos cincuenta kilos. Pero íbamos cortos de tiempo, porque teníamos que asistir a la conferencia, y él dijo que podía esperar hasta el banquete. Aun así, se oía el ruido que le hacía el estómago...

—Steve...

—Disculpa, disculpa.

—Entonces, ¿dónde fue la conferencia? Aquí en el hotel, ¿verdad?

Miré a mi alrededor y no vi ninguna sala de conferencias. Pero aunque las hubiera, seguramente el hotel llevaría un registro de los que las habían reservado, y entonces me habrían pillado.

—No, no fue aquí.

En ese momento, un hombre mayor vestido de traje nos interrumpió. Dijo que era el gerente del hotel y nos preguntó qué queríamos. Al parecer, alguien del personal del hotel le había indicado que parecíamos «confusos». Robert le agradeció que hubiese venido y le dijo que estábamos tratando de comprobar los datos de un artículo de prensa publica-do sobre el hotel.

—¿Podría decirnos si dos personas, una tal Gloria Pruitt y un tal Stanley Romaine, se alojaron en este hotel hace menos de un mes? —preguntó.

—Sí, por favor —dije yo—. ¿Podría decírnoslo? Nos sería muy útil, enormemente útil. No queremos invadir la intimidad de nadie, pero de ese modo nos ahorraríamos un montón de complicaciones y pondríamos fin a muchas confu­siones.

Lo de la intimidad lo dije muy despacio, mirando al gerente directamente a los ojos. En aquel momento, sentía como si estuviera tratando de arañar unos minutos o incluso unos segundos más a lo que me quedaba de aliento. Sentía que estaba luchando por unos instantes más de la vida que tanto me gustaba, aquella vida que había deseado y que probablemente había perdido, por mucho que aún me resistiera a dejarla marchar.

—No, lo siento. No puedo hacer eso —replicó el gerente—. Aquí protegemos la intimidad de nuestros huéspedes. No revelamos ningún detalle de su trato con nosotros. ¿Podría ayudarlos en alguna otra cosa?

—Es muy importante —insistió Robert, esta vez en un tono más incisivo.

—Entiendo, y lo lamento mucho, pero no creo que pueda hacer nada por ustedes.

El gerente nos había conducido hasta la puerta sin que nosotros nos percatáramos de ello.

—¿Quieren los señores que les consiga un taxi? —preguntó, mientras levantaba un dedo para llamar al botones.

—No hace falta —respondí—. Hemos venido en coche, pero gracias por su ayuda.

Robert y yo estábamos otra vez solos, de pie, fuera del hotel, bajo las grandes banderas.

—Nunca jamás vuelvas a hablar de ese modo —me ordenó Robert, vociferando de tal manera que los empleados del hotel se volvieron para mirarnos a través de las ventanas.

—Lo siento.

—Estaba a punto de conseguir la información, y tú vas y sacas el tema de la intimidad. Soy yo el que dirige este tinglado, y no tú.

—No creo que hubieses podido sacarle nada, de todos modos. No se puede conseguir ese tipo de información.

—Tú no sabes lo que yo puedo conseguir, Stephen. No lo sabes. Yo soy el director del Weekly, y no tú. Que no se te olvide ni por un momento.

Nos quedamos allí parados, en silencio, unos segun-dos más.

—Robert, ¿puedo hacerte una pregunta muy seria?

—¿Qué?

—¿Quieres que me despida? Si es así, lo haré. No quiero haceros pasar por todo esto a ti y a la revista. Puedo irme y conseguir trabajo en otro sitio, si crees que eso sería lo ­mejor.

Robert habló muy lentamente para responderme:

—Puede que lleguemos a eso. Pero antes vas a enseñarme dónde tuvo lugar la conferencia. ¿Dónde?

Justo al lado, localicé una cafetería llamada El Crêpe Cremoso.

—Bien, antes pasaremos por el restaurante donde comimos después, así que podemos entrar a verlo.

Le señalé El Crêpe Cremoso y eché a andar.

—¿Es aquí, Steve? ¿Fuisteis a El Crêpe Cremoso?

—Sí.

—En el artículo decías que hubo un banquete: los participantes en la conferencia asistieron después a un banquete. ¿Me estás diciendo que el banquete fue en El Crêpe Cre-moso?

—Sí. Por comodidad, supongo. Además, Romaine estaba hambriento.

—Dijiste «un banquete», ésas fueron tus palabras...

—Bueno, «banquete» significa un grupo de personas y mucha comida, ¿no? Pues bien, había un grupo de personas y un montón de comida. Pero tienes razón, tal vez debería haber escogido otra palabra...

—Esto es una locura. Vale, está bien. No quiero perderme en discusiones semánticas contigo, Stephen. ¿Dices que hubo un banquete aquí, un banquete de crêpes? Vamos a preguntar.

 

 

Entramos en El Crêpe Cremoso y nos recibió una camarera. Robert preguntó si podía hablar con el encargado.

Un hombre de poco más de veinte años con la cara llena de granos y una redecilla en el pelo se acercó a nosotros. Se presentó como John y nos estrechó la mano. Tenía la palma pegajosa, probablemente por la mermelada.

—Verá, John, estamos tratando de averiguar si hubo un banquete aquí, hace aproximadamente un mes —le dijo Robert.

—Un banquete, ¿eh? Seguramente sí; suele haber muchos. Tenemos el local abierto toda la noche —explicó en tono entusiasta.

—Entonces, ¿podríamos ver la lista de los que alquilaron el restaurante el mes pasado?

—No es posible alquilar todo el restaurante. Francamen­te, agradecemos que nos llamen para hacer reservas; es algo que no se estila mucho por aquí. Pero cuando lo hacen, no tenemos problemas en asignar a un grupo varios compartimentos adyacentes.

—Un banquete —insistió Robert—. ¿Hubo un banquete? Es todo lo que quiero saber.

—No sé, tal vez no nos referimos a lo mismo cuando decimos «banquete» —replicó el encargado—. Para mí, «banquete» significa simplemente una reunión de gente, comiendo una tonelada de comida. Eso es todo. Aquí se celebran muchas fiestas de cumpleaños; no alquilan el restaurante, pero creo que podrían contar como banquetes.

Robert se puso colorado.

—Bien. ¿Reconoce a este hombre? Dice que estuvo en el banquete. Steve, acércate más. Ponte a la luz y date una vuelta para que John pueda verte bien.

Hice una lenta rotación, con las manos extendidas, como una sobredimensionada bailarina que se exhibiera ante los padres de los alumnos, poco antes del recital de fin de curso.

John me miró con atención.

—¿Quién lo pregunta? —inquirió.

—¿Disculpe? ¿Qué ha dicho? —preguntó Robert.

—Lo siento. Pensé que era lo que tenía que decir. Es lo que siempre dicen en las películas cuando alguien entra y pregunta si reconocen a un tipo. Oiga, ¿esto no será el programa de la cámara oculta, no? —Saludó con la mano a la ventana, hacia donde pensaba que podía estar la cámara—: Hola, mamá.

—No, John. Estamos investigando los datos de un reportaje que hablaba de un banquete celebrado en este lugar.

—¿Salimos en la prensa? No he visto ningún artículo sobre nosotros, y no porque no lo merezcamos, desde luego que no. Éste es el local más rentable de El Crêpe Cremoso de toda la región Medioatlántica. ¿Ha salido en el Washington Post?

—No se preocupe. No mencionaba a El Crêpe Cremoso por su nombre. ¿Recuerda haber visto a este hombre el mes pasado, o no? Probablemente llevaba un cuaderno de notas o un casete, y habría además con él una docena de personas.

John se quedó pensativo, y poco a poco su cara fue adquiriendo una expresión extrañada.

—Entonces, ¿no vamos a interpretar la parte cuando yo digo que no he visto nada, hasta que usted me da un billete de veinte dólares?

—No.

—Era justo la parte que me hacía más ilusión.

—Venga, estamos muy ocupados. ¿Lo ha visto o no?

—Puede que sí. No sabría decirlo con seguridad. No me resulta del todo extraño.

—¿Y nada más? —se exasperó Robert.

—Nada más.

Yo le di las gracias, Robert no dijo nada, y ambos salimos del local.

—Eso no demuestra nada, Steve.

—Yo no he dicho lo contrario.

—Pero lo estabas pensando, lo sé.

—¿Cómo puedes saber lo que estaba pensando?

—Joder, Steve. Llévame al sitio donde se celebró la conferencia. Es lo único que quiero ver, nada más.

 

 

Nos dirigimos hacia el primer edificio situado al otro lado de El Crêpe Cremoso. Era un típico bloque de oficinas de los años setenta, de un par de pisos menos que el Democratic Hotel. No tenía mucha pinta de ser un centro de conferencias, sino más bien la sede de algún organismo público, el Registro de Vehículos o algo así. Por un momento, consideré la posibilidad de dar marcha atrás: los edificios que teníamos a nuestras espaldas parecían más prometedores. Había uno con una pequeña cúpula en el tejado. Seguramente era un auditorio. Pero como le había dicho a Robert que el restaurante nos pillaba de camino al lugar de la conferencia, me sentía obligado a continuar en esa dirección.

—¿Es éste el lugar? —preguntó.

—Éste es.

Entramos en el vestíbulo: suelos negros de linóleo y paredes de hormigón, todo vacío, a excepción de un guardia de seguridad, y todo en silencio, salvo el zumbido del sistema de ventilación. Robert fue hasta el ascensor y pulsó el botón de subir.

—¿Qué piso?

—Ninguno. Aquí mismo. La conferencia se celebró aquí.

—¿En el vestíbulo?

—Así es. Habían dispuesto mesas a lo largo de las pa­redes.

—Y una porra.

—En serio, así fue.

—¿Me estás diciendo que un abogado tuvo una reunión con sus clientes en un vestíbulo?

—Así es.

—Ningún abogado haría semejante cosa. Y menos aún ese abogado. Yo hablé con él, Steve. No piensa más que en la confidencialidad; ni siquiera accedió a revelarme los nombres de sus clientes.

—Bueno, supongo que después se reunirían en algún otro sitio para resolver sus asuntos privados; pero a esa parte no me invitaron, sólo al banquete. Obviamente, no iban a tratar sus asuntos en mi presencia.

—Steve, si se celebró aquí, en el vestíbulo, no fue una conferencia. En una conferencia, los participantes se presentan en el vestíbulo y recogen una tarjetita con su nombre, pero no se reúnen en el vestíbulo.

—Puede que tengas razón. Debería haberla llamado de otra manera. ¿Quizá «congreso»? ¿O «reunión en el vestí­bulo»?

Robert mantuvo la vista fija en el suelo durante diez segundos de reloj, a punto de estallar, tratando de contenerse. Después me miró. Volvía a tener la cara encendida. El tono de su voz era de una mortal serenidad.

—No te creo, Steve. Ahora voy a mirar el directorio, a ver si hay abogados en este edificio, y si los hay, voy a preguntarles a todos y a cada uno de ellos si ha habido aquí alguna conferencia o si alguna vez han oído hablar de ese tipo, Stanley Romaine, y creo que todos y cada uno de ellos dirán que no.

Robert se dirigió hacia el directorio iluminado que estaba situado en la pared junto a la entrada, y yo me coloqué a su lado. Se fue desplazando de casillero en casillero, recorriendo con los dedos todo el panel y prestando gran atención a todos los nombres. Cuando hubo terminado, habló con voz siniestramente uniforme, sin que ninguna palabra destacara sobre las demás. Era como si estuviera dictando algo muy importante, algo que hubiera que transcribir con minuciosa exactitud:

—No hay ningún Stanley Romaine —dijo—. No hay ningún abogado.

Mi nerviosismo se estaba volviendo agobiante. Me empezaban a sudar las palmas de las manos. Comencé a pensar en cualquier otro lugar: una cama caliente; una oficina tan acogedora como solía ser para mí la del Weekly; un compartimento en El Crêpe Cremoso, con un buen desayuno... Creo que incluso entonces sabía que el mundo estaba a punto de convertirse en un lugar duro y frío para mí, y por eso me puse a recordar sus suavidades y sus calideces, como si así pudiera salvarlas.

Y entonces, en medio de mi ensoñación, se me ocurrió algo.

—Yo no he dicho que trabajara aquí —le recordé a Robert—. Nunca lo he dicho. Creo que en su web incluso figuraba un número, 603, que es de New Hampshire.

—Yo también lo noté. —Hizo una pausa—. Me alegra que me lo recuerdes. Dime, Steve, ¿dónde vive tu hermano?

—¿Qué quieres decir?

—Tú responde a mi pregunta. ¿Dónde vive tu hermano?

—Está en la Universidad de Dartmouth.

—¿Y eso dónde es?

—Hanover.

—Hanover está en New Hampshire, ¿verdad?

—Así es.

—Ahora voy a preguntarte algo, Steve. ¿Con quién hablé por teléfono? ¿Quién era el que dijo ser Stan Romaine?

—No lo sé, yo no hablé con él. Supongo que era Romaine.

—¿Estás seguro de que no era tu hermano?

—Sí, estoy seguro.

Sentí que una gota de sudor me rodaba desde la axila ­derecha hasta un costado del vientre. Se acercaba el final. Miré por las ventanas del vestíbulo y vi la lluvia, que no amainaba.

—Muy bien. No hay ningún abogado en este edificio. Ya está. Caso cerrado.

—Sí que hay abogados en este edificio —repuse, seña-lando en el directorio un casillero que decía «Verner & Jo-nes, S. L.»—. Podrían ser contables, pero a mí me da que son abogados.

—Vamos a averiguarlo, ¿verdad que sí? Ahora mismo vamos a subir.

Cogimos el ascensor. Un poco más allá, pasillo abajo, podía verse el nombre de la firma, en letras negras sobre una puerta de vidrio, y un poco más abajo, la palabra «abogados». «Muy bien —me dije—. Todavía hay esperanza. Si tengo suerte, darán una respuesta indefinida y me salvarán como lo ha hecho el tipo de los crêpes.»

 

 

En el interior de la oficina había una recepcionista entrada en carnes.

—¿Puedo ayudarlos en algo? —preguntó amablemente.

Robert me apretó firmemente el hombro con la mano para que guardara silencio. En la palma de su mano, sentí el peso de su creciente furia. Parecía colgado de mi hombro.

—Sí, señorita, quisiera saber si un tal Stan Romaine trabaja aquí.

—No, aquí no tenemos a nadie con ese nombre. ¿Alguna otra cosa?

—¿Puede decirme si hubo alguna conferencia en el vestíbulo hace cosa de un mes? Supuestamente asistieron abogados. O por lo menos se supone que asistió un abogado.

—Lo siento. No sabría decírselo. Hace muy poco que trabajo aquí.

—¿Quién puede saberlo?

—El señor Verner, supongo. Es el director de la firma.

—¿Podría hablar con él, por favor?

—Ha salido, y de todos modos, tendría que concertar una cita con su secretaria. ¿Sobre qué tema desean hablar con él?

—¿Podría decirme si alguna vez se celebran conferencias en el vestíbulo?

—Mire, no creo que pueda ayudarlos. Van a tener que irse.

 

 

Entramos en el ascensor para bajar al vestíbulo. Una vez dentro, Robert bullía de ira y yo me tragaba en silencio las lágrimas. Finalmente, llegamos al vestíbulo y las puertas del ascensor se abrieron.

—Steve, ahora voy a averiguar si de verdad hubo aquí una conferencia —me informó Robert—. Sígueme.

Se dirigió al mostrador del guardia de seguridad, cerca de la entrada. Yo me quedé unos pasos más atrás. Tenía el estómago encogido. ¿Por qué lo estaba obligando a pasar por todo aquello? ¿De dónde procedía esa alocada esperanza, la esperanza de poder salvarme de alguna manera? El estómago se me retorcía con la dolorosa y gradual pérdida de esa esperanza irracional.

El guardia estaba comiendo un sándwich, mientras miraba una serie en un televisor portátil. No advirtió nuestra presencia hasta que estuvimos prácticamente encima de él.

—Disculpe —dijo Robert, haciéndolo sonar como una orden.

—Ah, hola. ¿Qué hay? Es la hora del almuerzo, así que no estoy de servicio. Pero si puedo hacer algo por ustedes...

—Sí que puede —aseguró Robert—. Quisiera saber si tienen cámaras de seguridad grabando el vestíbulo.

—¿Está loco? Eso no es asunto suyo. En eso no puedo ayudarlo.

El guardia empujó sus libros y sus papeles, para tapar los monitores en blanco y negro y ocultar lo que estaban mostrando.

—Si no puede ayudarnos, entonces deme el teléfono de su jefe —le exigió Robert—. Estoy seguro de que él sí lo hará.

—¿Va a meterme en un lío? Yo solamente estoy haciendo mi trabajo. No pienso decirle ese tipo de cosas. Además, es la hora del almuerzo. Ni siquiera estoy obligado a hablar con ustedes.

—Deme el teléfono de su jefe, y yo hablaré directamente con él.

—¿Lo dice en serio? —preguntó el guardia, dirigiéndose a mí y señalando a Robert.

Asentí. El guardia le dio el número de teléfono.

—Ahora, Steve, tú y yo nos vamos al coche —me instruyó Robert.

Salimos del edificio con el guardia siguiéndonos a grandes zancadas.

—¿A qué viene todo esto? ¡Por favor! ¡Tienen que decírmelo! —gritaba. Pero ninguno de los dos le contestamos. Robert estaba demasiado ocupado avanzando como una tromba, y yo estaba demasiado ocupado pensando en qué podía hacer para que el tiempo retrocediera.

 

 

 

Volvimos al parking. Saqué el coche del garaje y salimos a una calle bautizada en honor de Robert E. Lee. Para entonces estaba lloviendo a cántaros y los limpiaparabrisas no conseguían apartar la lluvia con suficiente rapidez. Todo parecía incoloro, excepto el ocasional parpadeo de un intermitente en la calzada. El coche que iba delante de nosotros aceleró y se perdió en la distancia, dejándonos a Robert y a mí totalmente solos.

—Steve, escúchame con atención. Esta mañana envié un fax a la Lotería de Pennsylvania. Para mañana tendré una lista de todos y cada uno de los ganadores, y veremos si el nombre de Gloria Pruitt está entre ellos. Dentro de poco voy a llamar al jefe de ese hombre y voy a conseguir los vídeos de esas cámaras de seguridad. Puedes estar seguro de que lo haré. Y los voy a mirar. Voy a mirar hasta el último minuto de esos vídeos, si hace falta, y así averiguaré de una vez por todas si allí se celebró una conferencia.

No dije nada.

—Cuando lo haga, ¿qué voy a encontrar? Dime.

Silencio.

—¿Qué voy a encontrar, Steve? Dime, Steve, ¿qué coño voy a encontrar?

Ninguno de los dos habló durante otros horrendos treinta segundos. El silencio se estiraba; cuanto más largo se hacía, más difícil resultaba romperlo.

Pasados sesenta segundos, el silencio ya era más fuerte que yo.

Una luz roja que indicaba que Robert se había soltado el cinturón de seguridad se encendió en el panel de instrumentos. Sentí cómo se removía en el asiento. Retorciendo el torso, se incorporó y se inclinó para verme la cara, situando su cabeza a menos de tres centímetros de la mía. Podía sentir su aliento, caliente y húmedo, en mi sien derecha. Yo seguí mirando hacia delante, demasiado atemorizado para volverme hacia él, con las manos al volante.

—Por todos los malditos demonios, Steve. ¿Qué voy a encontrar?

—Lo siento, Robert. De verdad que lo siento mucho.

—¿Qué coño es lo que sientes?

—Por favor, créeme, por favor, que lo siento mucho.

Fue entonces cuando empecé a llorar. Al principio eran lágrimas silenciosas, pero el lloriqueo cedió paso al llanto, que a su vez se convirtió en gimoteo. Era el ruido incontrolable del miedo desbarrado, una mezcla entrecortada de hipos, chillidos y gemidos.

—Lo siento, lo siento muchísimo.

—Vale, eso ya me lo has dicho. Ahora cuéntame qué pasó.

Las lágrimas me caían en torrente por la cara. Muy pronto, el puño de mi camisa quedó tan empapado de enjugarme los ojos que ya no absorbía la humedad. Seguí avanzando manga arriba para encontrar un sitio seco, hasta llegar a algún lugar entre el codo y el hombro.

—Lo siento. Yo no... yo no... en realidad, yo no fui a la conferencia.

—Oh, mierda. ¿No fuiste a la conferencia?

—Lo siento, de verdad. No era mi intención perjudicarte, ni a ti, ni a nadie... Me lo contaron y yo lo escribí como si hubiese estado allí. Sé que hice mal.

—No me lo creo, y tú tampoco te lo crees.

—Lo siento, Robert. No debería haberte mentido.

Pero, obviamente, estaba mintiendo otra vez. Para mí, mentir había llegado a ser más que un vicio, un consuelo, un hábito, o lo más fácil del mundo: empezaba a parecerme ­vital.

Ya no podía controlar las manos. Me empezaban a temblar y se me resbalaban de la posición correcta de las diez y diez recomendada en la autoescuela. El coche se desvió hacia el arcén, se oyó un ruido de guijarros bajo las ruedas y Robert gritó:

—¡Mierda, te has salido de la carretera! ¿Qué demonios estás haciendo?

Hice un intento demasiado brusco de corregir la dirección, y dimos un salto hacia la izquierda. Robert, que todavía llevaba suelto el cinturón de seguridad, se golpeó contra el salpicadero. El coche volvió a la calzada, pero atravesó nuestro carril y se fue directo a la línea amarilla del centro, acercándose al tráfico que venía en dirección contraria.

—¡Steve, que nos matamos! ¡Te estás metiendo en el otro carril!

Oí el claxon de un coche, pero a causa de la lluvia y de las lágrimas, no pude ver de dónde procedía. Delante de no-sotros; estaba delante de nosotros. Mierda. Faros, más y más cerca. Viré bruscamente a la derecha, de vuelta a nuestra vía. Fuuush. Así pasó el coche que venía en dirección contraria, salpicándonos con un torrente de agua.

—¡Podríamos habernos matado! —me gritó Robert. Estaba jadeando, sin aliento.

«Yo ya estoy muerto», pensé en silencio. Aminoré la marcha y regresaron las lágrimas, tan silenciosas como el pensamiento.

Robert sacó un pañuelo del bolsillo interior de su americana. Tenía su monograma bordado, y como su segundo nombre era Underwood, las iniciales formaban la sigla RUT. Se enjugó la frente.

—Déjame decirte una cosa, Steve: esto está muy mal, ­realmente mal. No sé cómo te las vas a arreglar para salir vivo de ésta.

—¿Me... me prestas... podrías prestarme tu pañuelo?

Pese a lo mucho que me aplicaba en sorbérmelos, ya no podía impedir que los mocos me fluyeran de la nariz. Estaba moqueando entre palabra y palabra.

—¿Tú no tienes?

—No... normalmente uso... los de papel... y se me han terminado... Por favor.

—Pues entonces tendrás que tragarte los mocos.

Me los limpié en el hombro de la camisa.

—¿Te sientes capaz de conducir sin matarnos?

Intenté concentrarme en la señal de tráfico que tenía delante, pero todo me resultaba borroso.

—No, mejor conduce tú.

Paré el coche a un lado de la carretera y salí, dejando puestas las llaves. Di la vuelta por detrás. Seguía lloviendo a cántaros. Robert pasó por encima del freno de mano y se deslizó hasta el asiento del conductor. Di un golpe en la ventana para que abriera la puerta del pasajero, esperó un momento y me dejó entrar. Yo estaba empapado; cuando me senté, hice un ruido como de chapoteo.

No hablamos durante unos minutos, y después Robert empezó, en tono frío y clínico:

—Estás en una situación muy delicada, Steve. Nos has comprometido a todos los del Weekly, a todos los que confiábamos en ti. Y después me has mentido. —Hizo una pausa de unos segundos—. Quizá la revista aún pueda salvarse, y haré cuanto esté en mi mano para salvarla. Pero tú, Steve, has hecho algo realmente terrible. Estas cosas no terminan bien. Supongo que no puedo saber lo que va a pasarte; nadie puede saberlo. Pero puedo asegurarte que los mentirosos siempre acaban mal.

Recorrimos el resto del trayecto hasta la oficina en silencio. Robert estacionó el coche en el mismo sitio de donde lo habíamos sacado, y nos dispusimos a esperar el ascensor.

 

 

Después de un agónico y silencioso minuto, llegó el ascensor. Entramos, y Robert pulsó el botón del octavo piso. Nos quedamos de pie, uno junto a otro, mirando hacia arriba, estudiando la fila de números sobre la doble puerta, como si nunca antes la hubiésemos visto. Una campanita celebraba la hazaña de cada piso conquistado.

Primero. Bing.

—¿Cómo has podido hacerme esto a mí, Steve? Podrías haberme llevado a la ruina. ¿Te he hecho yo algo malo alguna vez?

No dije nada.

Segundo. Bing.

—¿Cómo has podido? ¿Cómo? Tengo una familia que... —la voz de Robert se quebró mientras decía eso último, y se extinguió antes de terminar.

Tercero. Bing.

En silencio, rogué que Robert me pegara.

Cuarto. Bing.

«Por favor, dame un puñetazo, Robert.»

Quinto. Bing.

Proyecté hacia delante la barbilla, para que fuera una diana más fácil. «Desahoga tu ira contra mi cuerpo —pensé—. Haz lo que hace un hombre, Robert. Es cierto, tienes una familia que depende de ti. Pégame. Lo merezco. Róm­peme la nariz. Déjame la cara marcada.»

Sexto. Bing.

«Pégame, Robert. Quiero que me pegues. Si me pegas, los demás verán lo horrible que eres. Por muy malo que sea lo que yo he hecho, lo disculparán en comparación con tu violencia, en comparación con lo que has hecho tú. No responderé con violencia. No, desde luego que no. Saldré gentilmente del ascensor y usaré el teléfono de recepción para llamar a la policía. Mañana, los titulares dirán: “Jefe de ­redacción ataca a periodista por inventarse noticias.” Tal vez, con mucha suerte, la última parte quedará reducida a un subtítulo.»

Séptimo. Bing.

Imaginé el juicio. Lo retransmitirían por Court TV, el canal especializado en tribunales. Lógicamente, declararían culpable a Robert y los tabloides le pondrían apodos como «el Aporreador de Periodistas». Vestido con el uniforme anaranjado de la cárcel, Robert —convertido en el Jack Ruby de la prensa— se presentaría ante el juez y se confesaría arrepentido, profunda y sinceramente arrepentido por lo que había hecho. Declararía ser esencialmente una buena persona, alguien que ha cometido un error, un error muy grave pero un error al fin y al cabo, y prometería no volver a hacerlo nunca más si le permitían salir en libertad. Hablaría de todas las otras cosas buenas que ha hecho en la vida: su gentileza con su familia y sus amigos, sus años de trabajo periodístico orientado al bien público... Sin conmoverse, el juez impondría a Robert una pena de entre diez y veinticinco años de cárcel.

Segundos más tarde, en la escalinata de los juzgados, reporteros con micrófonos informarían de lo sucedido a sus respectivas audiencias. Las tertulias invitarían a expertos para que opinaran sobre el lamentable estado de la prensa moderna y los telespectadores llamarían a los canales para expresar su indignación. Y todas las llamadas, todas sin excepción, dirían que por muy mal que se hubiera comportado Stephen Glass, nada podía ser tan malo como aquello.

«Por favor, Robert, hazme daño. Por favor. Ambos lo merecemos.»

Octavo. Bing.

Las puertas se abrieron y una vez más nos encontramos en la sede del Weekly.

 

 

Robert fue el primero en salir del ascensor, y yo lo seguí.

—Steve, quiero que te quedes en mi despacho. No vayas a ningún sitio, excepto a mi despacho. No hables con nadie. No uses el teléfono. Y no pongas a prueba mis nervios.

Robert entró en la oficina de Ian y cerró la puerta. Justo antes de que la puerta se cerrara por completo, lo oí decir: «No vas a creértelo.»

Fui al despacho de Robert, como me había ordenado que hiciera, entré y cerré la puerta.

Al cabo de un rato entró Ian. El alce Bullwinkle tenía una expresión solemne.

—Hola, Steve.

—Hola.

—Robert me ha contado lo que ha pasado.

—Ajá.

—Necesito hablar contigo de algo. Robert ha pensado que tal vez estuvieras más dispuesto a hablar conmigo que con él. Las cosas han ido bastante mal entre vosotros, y no-sotros somos amigos, ¿no?

—Así es.

—Bien, me alegro. Me gusta nuestra amistad.

—A mí también.

—Perfecto. Verás, es una pregunta acerca de otro artículo —dijo—, aquel sobre las competiciones deportivas clandestinas organizadas en Connecticut por activistas de la supremacía blanca. Jugaban a capturar la bandera, bebían refrescos vitaminados y cosas por el estilo. ¿Recuerdas ese artículo?

—Lo recuerdo.

—El jefe de una de las milicias se llamaba Clay Ortman, ¿lo recuerdas?

—Sí.

Hubo una pausa. Ian tragó saliva antes de hablar.

—No hemos podido encontrarlo por ninguna parte en Internet. Verás, Robert ha recogido varios detalles al azar de otros artículos tuyos, para comprobarlos. En realidad, fui yo quien le dio la idea. Quería echarte, pero yo le dije que pensara en todos los demás trabajos buenos que has hecho, y le propuse hacer algo menos definitivo: una suspensión, quizá. Entonces Robert escogió unos cuantos nombres de tus otros reportajes y los buscó en Internet. Algunos estaban ahí, pero otros no. No estoy diciendo que no existan; no todo lo que existe está en Internet. Pero es muy difícil para mí defenderte, si no estoy seguro de que dices la verdad.

—Entiendo.

—Entonces, ¿existe Clay Ortman?

—¿Eh? Sí. No. No lo sé, Ian. Estoy tan confuso ahora mismo. Creo que voy a vomitar. ¿Puedes concederme un momento, un poco de aire?

Me tumbé en el sofá y me concentré en respirar con regularidad. Ian se sentó en la silla de Robert y esperó pacientemente.

—¿Te sientes mejor? —preguntó después de un momento.

—No mucho.

—Steve, necesito que respondas a esa única pregunta.

—¿Puedo hablar contigo como amigo, Ian? Off the record? Sólo entre tú y yo.

—Desde luego. Para eso estoy aquí, como amigo.

—¿Y si te dijera, por ejemplo, que sé positivamente que Clay Ortman existe, pero también que no puedo demostrarlo y que nadie me creerá nunca?

—Bueno, si existe, estoy convencido de que podremos demostrarlo. Yo te ayudaré. Si es necesario, iremos y lo encontraremos.

Sonrió. Creo que, en ese mismo instante, estaba dispuesto a salir y a llevarme en su coche en busca de Ortman, tanto como Robert había estado dispuesto a ir hasta Jefferson­ville, pero por una razón diferente: Ian quería sacarme del atolladero; sinceramente, era lo que quería. Pero para entonces yo ya sabía que no podía hacerlo.

—No, Ian —repuse en voz baja—. Lo que he dicho no ha sido más que una suposición.

—De acuerdo, entonces. En ese caso, lo que yo haría sería pedir clemencia al tribunal. Es lo que suele hacerse en una situación así. Te presentas ante el tribunal y pides clemencia.

—¿El tribunal?

—Bien, en este caso, el tribunal sería Robert.

Ian se obligó a sonreír una vez más, aunque sabía tan bien como yo que la clemencia de Robert no era algo con lo que pudiera contar en un futuro próximo. Noté que se sentía terriblemente incómodo. Detestaba tener que hacer todo aquello. Por mucho que me hubiese burlado en otras ocasiones de la afable sensiblería de Ian, en ese momento saltaba a la vista lo buena persona que era, lo mucho que estaba intentando ayudarme.

—Lo siento —me dijo.

—Yo también, Ian.

Hubo unos instantes de silencio. Entonces, a su pesar, Ian habló:

—Verás, Robert me ha pedido que no saliera de aquí hasta haber conseguido una respuesta a mi pregunta. Así que, ejem, ¿podrías contestarme?

—Supongo que tendré que hacerlo.

Me incorporé en el sofá y enderecé la espalda. Mi madre siempre me había aconsejado que asumiera una postura perfecta en los momentos realmente importantes de la vida.

—Clay Ortman existe, pero nunca jamás podré demostrarlo.

Me tragué las lágrimas mientras lo decía. Incluso entonces sabía que no estaba describiendo el mundo tal como era, sino como deseaba que fuese. Había visualizado con tanta claridad a Clay Ortman —sus tatuajes, la forma en que sorbía el refresco vitaminado de naranja— que casi creía en su existencia.

—Muy bien, entonces.

Triste y amable, Bullwinkle echó a andar hacia la puerta.

—Espera, Ian. ¿Puedo pedirte un favor?

—Claro, lo que quieras.

—Cuando más adelante te pregunten por esta conversación, ya sabes, la gente de aquí, ¿podrías decirles que he dicho que lo lamento y que no era mi intención perjudicar a nadie?

—Desde luego que sí.

—Lo que quiero decir, ya sabes, es que si las cosas se ponen verdaderamente feas, ¿se lo dirás?

—Claro que sí. Y también les diré que te creo.

Ian forzó una última sonrisa, y cerró la puerta después de salir. Creí ver una lágrima en uno de sus ojos mientras salía, pero puede que sólo fuera el reflejo de las mías.

 

 

Esperé un poco más en el despacho de Robert, porque no sabía en qué otro lugar de la oficina podía esconderme; además, Robert me había dicho que me quedara allí. Al menos, ahí estaba a salvo; nunca nadie visitaba su despacho innecesariamente.

Me situé junto a la ventana. Caía la tarde y la lluvia por fin había cesado. Algunos salían pronto del trabajo, agradablemente sorprendidos de no tener que abrir el paraguas. Otros corrían para recuperar la pausa de la comida que habían aplazado, tal vez para no mojarse. En la calle vi a un tipo más o menos de mi edad, leyendo un periódico mientras caminaba. ¿Cómo sería su vida? Se la habría cambiado por la mía sin pensarlo dos veces.

—Steve, siéntate, por favor. —Era Robert. No lo había oído entrar. Me senté y prosiguió—: He estado pensando mucho y muy seriamente en todo esto, y te he dado la oportunidad de convencerme de que estaba equivocado. Creo que he sido justo. Fui contigo a Jeffersonville, repasé todas tus notas, llamé a tus números de teléfono, y todo me conduce a una única conclusión: la conferencia de la lotería nunca tuvo lugar. No es que no te tomaras la molestia de asistir; es que no se celebró. Estoy convencido de ello. No quiero discutirlo más.

»Ahora el problema es qué hago contigo —añadió—. Mentiste en esta revista por lo menos una vez, y si presiono un poco, parece ser que has mentido en otras ocasiones. No podemos pasarlo por alto. Las mentiras sin control no sólo destruirían esta revista, sino al conjunto de la prensa, y ha recaído sobre mí la responsabilidad de decidir en este caso la manera correcta de proceder para todos nosotros.

Robert hizo una pausa para serenarse.

—El periodismo es algo maravilloso, Stephen. Es la práctica de unos reporteros que averiguan lo que realmente sucedió y lo describen tal como ha pasado. Debería ser capaz de escoger cualquier artículo de nuestra revista, salir, volver a investigar el caso y lograr exactamente los mismos resultados. En ese sentido, es como la ciencia o las matemáticas. Todas las mañanas, los enviados especiales a la Casa Blanca informan acerca del color de la corbata del presidente, si es roja o azul, y si un mes después llamo al ayuda de cámara de la Casa Blanca y le pregunto de qué color era la corbata del presidente tal o cual día, me responderá que era exactamente el mismo color que indicaron los enviados de la prensa. Eso es así porque los reporteros describen las cosas tal como las han visto. No las describen tal como piensan que debe­rían ser, ni como les han dicho que eran, ni como les gustaría que fuesen, ni como creen que son, ni menos aún cómo convendría que fueran para poder escribir un gran artículo. Escriben que la corbata es de un color, porque han visto que era de ese color. Y eso es lo más elegante que puede hacer un periodista. Es lo que llevo dos décadas haciendo.

»Lo que tú has hecho, Steve —prosiguió—, me ha llevado a pensar en los fines más profundos de todo esto. Hay una razón para que los periodistas tengamos unas normas tan estrictas acerca de la verdad: el periodismo es frágil, nuestro único capital es la credibilidad que los lectores nos atribuyen. Si nuestros lectores dejan de creer en lo que imprimimos, si piensan que nos apartamos mínimamente en nuestra información de lo que es literalmente cierto, si no pueden confiar en lo que les decimos que ha pasado, ya no hay más revista.

»Con esto quiero decir que tus mentiras no sólo te restan credibilidad a ti, sino también a mí. Peor aún: esa credibilidad es un fondo compartido; cada mentira que has contado no sólo afecta a la revista y a sus redactores, sino al conjunto de la prensa. Has vertido veneno en el río. Los lectores, que nos contemplan con creciente cinismo, meterán a todas las revistas en el mismo saco. Dirán que las mentiras de Stephen Glass son la prueba de que los periodistas, como grupo, no son dignos de crédito. No me lo estoy inventando; hablan así de los políticos y de los abogados. Los periodistas no podemos permitírnoslo. La confianza de los lectores es nuestro capital. La credibilidad, Steve, es lo único que mantiene en pie al periodismo. No somos novelistas, ni poetas, ni cineastas. Somos reporteros, y por mucho que esos otros grupos digan que comprenden la verdad, nosotros somos los únicos que contamos las cosas tal como suceden. Somos testigos presenciales de la historia. Eso es lo que distingue al periodismo de todo lo demás. Y si cualquiera de nosotros deja de hacerlo, traiciona al periodismo.

»Y hay algo más, Steve. Me mentiste a mí. Aunque pudiera hacer que todo esto se desvaneciera, conservar la confianza de los lectores, salvar a la revista y ayudar al periodismo... Ya ves que me has cargado con una tarea que pondría a prueba la fuerza del mismísimo Atlas... Pues bien, aunque pudiera hacer todo eso, nunca podría volver a confiar en ti. No podría tener en la plantilla a alguien que ha sido desleal conmigo. Eso es algo que nunca permitiré.

»Por todas esas razones, tengo que despedirte. Con efectos desde hoy mismo. Estás despedido.

»También quiero decirte otra cosa importante. Estás hecho un lío, chaval. Necesitas atención psicológica urgente, para volver a un punto que te permita distinguir la realidad de la ficción.

Robert se sentó. Yo lo miré. Estaba esperando a que respondiera, pero no había nada que decir.

—Gracias —dije como un idiota—. Debo de ser la primera persona en el mundo que le da las gracias a su jefe por echarlo. Comprendo por qué te sientes obligado a hacer esto —añadí—. Y también debo de ser el primero en reconfortar a su jefe en semejante trance.

Y diciendo esto, me puse en pie y le tendí la mano derecha. Robert pareció sorprendido. Creo que esperaba alguna petición de clemencia, compasión o una segunda oportunidad. No parecía dispuesto a estrecharme la mano. Mi brazo permaneció extendido durante un rato embarazosamente largo. Robert se limitaba a mirarlo como si fuera contagioso.

—No me dejes con el brazo colgando —le pedí.

Asintió, estrechó breve y desdeñosamente mi mano y retiró la suya en cuanto pudo.

—Adiós —le dije.

—Quiero que recojas tus cosas antes de irte.

—De acuerdo. —Habría hecho cualquier cosa por salir de su despacho, pero sabía que no podía recoger mi oficina en aquel momento. Tenía que marcharme antes de que llegaran los reporteros, que inevitablemente llegarían.

Robert dijo alguna otra cosa, pero no lo entendí; ya había cerrado la puerta detrás de mí.

 

 

Cuando me dirigía hacia mi despacho, vi a Clovis, el director de la sección literaria. Estaba en su oficina, con la puerta abierta, hablando con un poeta. Golpeé la puerta con los nudillos, y sin esperar respuesta, entré.

—Sólo quería darte las gracias por haberme ayudado durante estos años —le dije; las palabras me salían apresuradamente—. Has sido estupendo, una fuente de inspiración, y si estuviera de mejor humor, diría algo más elocuente y apropiado, pero quiero que sepas que tengo una gran opinión de ti.

—Estoy al corriente de todo. ¿Qué te ha dicho?

—Me ha despedido.

—El muy cabrón. No me lo esperaba. ¿Le has preguntado qué le va a decir a la prensa? Eso es muy importante.

Era la manera que tenía Clovis de expresar su afecto. Quería protegerme, yo lo sabía, pero no había nada que hacer. Ya nadie podía protegerme.

—No creo que importe, en este caso. Robert irá a por mí con todas sus fuerzas.

—El muy cabrón.

—Gracias, de todos modos. Sinceramente pienso todo lo que te he dicho, y mucho más.

—Cuídate, Steve.

 

 

Completé el camino hasta mi despacho, consiguiendo de alguna forma no encontrarme con nadie más. Cuando llegué, oí una voz femenina en el interior. Supuse que sería Lindsey, que a veces tomaba prestada mi oficina para escapar de su teléfono, que no paraba de sonar. ¡Uf! En ese momento no quería verla, pero necesitaba recoger mi ordenador portátil antes de irme a casa. Llamé a la puerta y oí que alguien colgaba un teléfono. Entonces la abrí nerviosamente.

Era Allison.

La abracé y la retuve entre mis brazos. Todas mis dudas se despejaron: ella estaba allí para apoyarme cuando realmente la necesitaba.

—Brian me llamó —explicó—. Me dijo que viniera, que me necesitabas cerca.

—Entonces, ¿vas a ayudarme a salir de aquí? —pregunté.

—Desde luego. Cógeme fuerte de la mano. Ahí fuera habrá un montón de gente.

Allison y yo fuimos por el camino más largo para poder salir por la puerta principal; le había dicho que no quería salir por la puerta trasera. Había cinco o seis redactores junto a la puerta delantera, esperándome. Lindsey no estaba entre ellos, y supuse que probablemente se había ido a casa para evitar el interrogatorio de Robert. Me sentí terriblemente culpable. Había dejado que me apoyara, y puede que ahora ella también tuviera problemas. Uno por uno, los redactores me abrazaron y me prometieron mantener el contacto. Brian fue el último de quien me despedí.

—Sabes que esto no significa nada para nosotros, Steve —me aseguró—. Aún tienes que bailar algún día en mi boda, y sigo esperando a que jueguen nuestros hijos, y que tú y yo nos hagamos viejos juntos.

—Por favor, no te enfades conmigo, Brian. Por favor, no me odies.

—¿Por qué iba a odiarte? —preguntó.

No respondí. Sabía que todavía no comprendía del todo lo que estaba pasando; nadie lo sabía aún, excepto Ian y Robert.

Oí el sonido agudo que hacía el sistema de comunicación interna cuando llamaba a toda la oficina. Era Robert:

—Habrá una reunión en mi despacho dentro de cinco minutos, para los que quieran oír mi versión de lo sucedido.

—Será mejor que me marche. No creo estar invitado —dije, agarré con más fuerza la mano de Allison y salí por la puerta principal.

 

 

Allison y yo cogimos el ascensor hasta el garaje. Mientras bajábamos, las puertas se abrieron en la planta baja, y unos metros más allá vimos al Papeleras que, como de costumbre, llegaba temprano al trabajo. Me gritó que mantuviera abiertas las puertas, y así lo hice. Pero no entró; solamente vino corriendo y me habló casi sin aliento:

—Qué suerte que te he encontrado. Un equipo móvil de la CNN te anda buscando, Esteban. Acaban de subir por el otro ascensor. Creo que quieren hacerte una entrevista.

—No, gracias. Nos vemos mañana —dije, olvidando por un instante que tal vez nunca volvería a verlo.

Asombrado, retiró la mano con que mantenía las puertas abiertas y se me quedó mirando, intrigado. Las puertas del ascensor se cerraron con un golpe sordo y de pronto comprendí por qué Robert había ido a la oficina vestido de traje.

 

 

Cuando llegamos al garaje, Allison se sentó al volante, aunque hasta entonces nunca había conducido mi coche. Agradecí que lo hiciera, pero empezaba a preocuparme que ya nadie me dejara conducir.

El trayecto de regreso a nuestro apartamento fue misericordiosamente tranquilo. A mitad de camino, Allison puso los dedos sobre mi cuello. Incliné la cabeza y levanté el hombro para atrapar su mano diminuta. Tenía la piel fina como el papel, y yo podía percibir sus pulsaciones siempre que nuestros cuerpos entraban en contacto. No estaba tan serena como parecía. Pronto estuvimos cerca del apartamento, y Allison rompió el silencio.

—¡Un sitio mágico! —exclamó con júbilo, como si acabara de marcar un tanto.

Los sitios mágicos eran las pocas plazas de aparcamiento en las proximidades de nuestra casa que no requerían mover el coche cada dos horas, porque algún gracioso había robado las señales. Si conseguías uno, tenías parking gratuito durante días, e incluso semanas, si podías prescindir del coche. Cada vez que veíamos que uno quedaba libre, dejábamos lo que fuera que estuviésemos haciendo —la cena, el trabajo, creo que incluso habríamos interrumpido el sexo si nuestras ventanas hubiesen estado orientadas en esa dirección—, y corríamos, a veces en feroz competición con los vecinos, para apropiárnoslo.

Los sitios mágicos se habían convertido en moneda de cambio de nuestra relación, como pueden ser las flores para otras parejas. Cuando tenía que cancelar una de nuestras citas, o cuando había dicho algo desagradable, trasladaba sin decir nada el coche de Allison a mi sitio mágico. Yo solía tener uno, porque podía ir andando al trabajo y nunca movía el coche. Sabía que el hecho de no abandonar nunca el sitio mágico desvirtuaba en cierto modo el propósito de tenerlo, pero aun así me encantaba poseer aquel espacio. Significa-ba que siempre tenía algo que darle a Allison, algo que ella siempre querría tener.

—¿Ves? Todo saldrá bien —dijo Allison mientras aparcaba—. Las cosas empiezan a mejorar. ¡Hemos encontrado un sitio mágico!

No dije nada.

—Era una broma —añadió.

Para Allison, todo era una broma cuando lo que decía no caía demasiado bien. Ése era un hábito que yo detestaba. Una vez le dije que era su manera de evitar responsabilizarse de sus meteduras de pata, se encogió de hombros y me respondió que yo no entendía su sentido del humor. Le dije que seguía eludiendo su responsabilidad, y ella me contestó que yo seguía demostrando mi falta de humor. Ahora parece todo tan insignificante.

—Era sólo una broma, Steve —repitió, como si me estuviera leyendo el pensamiento.

—No es nada. Ya sé que sólo intentabas ser amable.

 

 

Subimos la escalera en silencio y entramos en el apartamento, que estaba inmaculado. La empresa de limpieza, las Merry Maids, había pasado aquella mañana tal como estaba previsto, y los cojines del sofá estaban mullidos tras la pali-za que habían recibido. Hasta los mandos a distancia —y te-níamos seis, uno de los cuales era un «mando universal», que supuestamente debía sustituir a todos los demás, pero en ­realidad no había hecho más que sumarse a los otros— volvían a estar razonablemente dispuestos en la mesilla del cuarto de estar. Como si fuera un invitado, ni siquiera sabía con certeza dónde dejar el maletín.

El contestador se iluminaba por tandas de cinco parpadeos, pero decidí ignorarlo.

—Y bien, ¿qué hacemos? —preguntó Allison—. Todavía estoy un poco enfadada contigo, pero eso puede esperar —añadió en seguida en tono casi inaudible.

—Probablemente debería llamar a mis padres.

—Buena idea —opinó, aunque en realidad quería decir que no lo era. Me daba cuenta de que quería que hablara con ella, y comprendí que era una exigencia razonable, pero yo necesitaba urgentemente hablar con mis padres, por lo que permanecí en silencio.

Subió al dormitorio de arriba, para ofrecerme intimidad. En cuanto se fue, marqué el número de mis padres en Lakeside, un suburbio residencial de Chicago. Respondió mi madre; parecía alegre y me dijo que en ese mismo instante estaba pensando en llamarme.

—Mamá, ha pasado algo muy grave.

—¿Qué me dices? —su voz era agitada y asustada—. ¿Qué ha pasado?

—¿Estás sentada?

—Tú dime lo que sea.

—Es algo muy gordo y difícil de decir.

—Dímelo, Stephen.

—Está bien. Me han despedido del trabajo.

—¡Oh, gracias a Dios! Pensé que ibas a decirme algo realmente horrible, como que estabas enfermo o algo así.

—Bueno, es algo realmente malo. Estoy muy mal.

—No me des esos sustos. ¿Era tan malo que tenía que sentarme? ¿Quién crees que soy, Natalie Wood? He oído montones de malas noticias en el pasado y he podido con ellas. Me hiciste pensar que tenías una enfermedad espantosa o quién sabe qué.

—Lo siento.

—No vuelvas a hacerme algo así. Casi me matas del susto.

—No lo haré —dije, y los dos hicimos una breve pausa hasta que yo empecé a hablar de nuevo—: Lo siento... Siento defraudarte.

—Cuéntame qué ha pasado.

Se hizo un silencio y entonces me eché a llorar.

—Oh, Stevie, todo se va a arreglar. Te lo prometo.

—Creo que me gustaría volver a casa.

—Claro que sí, si eso es lo que quieres. Ya sabes que nos encanta que vengas.

—Compraré los billetes y te diré cuándo voy. Probable­mente, mañana por la mañana —dije.

—¿Ya se lo has dicho a papá?

—No, ahora lo llamaré.

—Reaccionará bien. Al fin y al cabo, no es tan grave. Te quiero. Cuando vengas, verás como todo se arregla.

—Yo también te quiero. Lo siento mucho, mamá.

Colgué y llamé a mi padre a su oficina.

—Papá, tengo malas noticias.

—¿Estás bien?

—No del todo. Me han echado del trabajo. Lo siento mucho, papá, siento decepcionarte.

—No me decepcionas. Tú nunca me has decepcionado. ¿Qué ha pasado?

—Robert y yo tuvimos un desacuerdo.

—Ese imbécil.

—No, la culpa ha sido mía, no suya. De verdad. Lo siento, papá. De verdad que lo siento... Creo que voy a volver a casa mañana.

—Estupendo. Ven a casa. Para entonces, las cosas se habrán calmado y podrás reflexionar sobre todo esto con perspectiva. ¿Sabías que a mí me despidieron una vez? Estaba trabajando para un amigo de tu abuelo, vendiendo golosinas de puerta en puerta. Como no conseguía vender aquellas chucherías, que eran una porquería sin marca conocida, una especie de regaliz verde, me despidieron. Me sentí muy avergonzado, pero cuando se lo conté a tu abuelo, simplemente me aconsejó que me buscara otro trabajo. «Tienes que volver a subirte a la montura», me dijo. Y eso fue todo. Es parte del crecimiento. Ahora tienes tu historia del regaliz verde. Tienes que volver a subirte a la montura; eso es todo.

—No creo que vaya a ser tan fácil.

—Ya verás como sí.

—Me parece que no lo entiendes.

—Y a mí me parece que sí —aseguró mi padre—. Todo se arreglará. Te lo prometo. ¿Alguna vez te he hecho una promesa que no haya cumplido?

—No, nunca —dije. Al igual que con mi madre, sabía que tendría que esperar a verlo personalmente, para convencerlo de que la situación era mucho peor de lo que pensaba.

—Te quiero. Nos vemos mañana por la mañana, probablemente hacia las nueve.

—A esa hora, mamá y yo estaremos trabajando, Stevie. Tendrás que coger un taxi para ir a casa.

—De acuerdo.

—¿Llevas dinero encima?

—Cogeré antes de salir.

—Que no se te olvide. Nunca viajes sin llevar algo de dinero encima.

Ésa era una de las normas vitales de mi padre. Siempre lo repetía cuando Nathan o yo íbamos a algún sitio.

—De acuerdo, papá. Te quiero. —Y colgamos.

Allison bajó la escalera en cuanto terminé de hablar. Sospeché que había estado escuchando, pero no me importó.

—¿Qué ha pasado, entonces? —preguntó en tono sus-picaz.

—Me voy a Lakeside durante unos días. Quiero ver a mis padres y estar algún tiempo en familia.

—¿Y qué hay de nuestro viaje?

—¡Ay, mierda! ¡Lo siento, Allison, lo había olvidado!

—Claro que se te ha olvidado.

—Es que ahora estoy muy mal. Podemos dejarlo para otra ocasión, ¿no? Ahora siento que volver a casa probablemente será lo mejor para mí.

—¿No puedes quedarte aquí?

—No, no puedo. Los periodistas empezarán a llegar mañana.

Aunque, en realidad, ésa no era la verdadera razón por la que quería volver a casa. Necesitaba ir porque sabía que mis padres, más que nadie en el mundo, me amaban sin esperar nada a cambio, y siempre me amarían. El amor de Allison tenía que ganarlo, y en ese momento, lo único que podía hacer era gastarlo hasta que no quedara nada.

—De acuerdo —accedió ella lentamente—. Deberías llamar a Coastal Airlines. Me mandaron un mail con una oferta especial Washington-Chicago a precio rebajado. Y ya que llamas para reservar el vuelo, aprovecha y cancela nuestros billetes para las vacaciones.

—¿Vendrás conmigo a Lakeside? —sugerí.

—Eso, Stephen, es pedir demasiado. Si no vamos a tener unas vacaciones de verdad, volveré al trabajo, así podré cogerlas más adelante, contigo o sin ti.

Reservé los billetes para ir a ver a mis padres. Fue una ­reacción inmadura, cobarde, lo sé, pero también conocía a Allison y sabía que ella estaría demasiado enfadada para ayudarme a superar el trance. Tenía la esperanza de que con mis padres fuera diferente.

 

 

Echaba de menos a Allison y nuestra antigua relación, la que teníamos antes de que yo trabajara tantas horas y la decepcionara tantas veces, antes de que empezara a sentir esa especie de agudo y constante resentimiento debajo de cada palabra que intercambiábamos. Mientras cancelaba los billetes de nuestras vacaciones, recordé cómo había sido todo antes, y cómo habíamos planeado las vacaciones en Savan­nah para que las cosas volvieran a ser como entonces. Alli­son y yo habíamos pasado en Savannah muchos fines de semana largos, desde nuestro primer viaje en 1995, por San Valentín. Yo había querido llevarla a pasar el puente a un sitio que fuera cálido, no demasiado caro, a menos de dos horas de distancia —ya que ella detestaba los aviones— y, sobre todo, completamente íntimo.

—Quizá nos guste mucho —le dije a Allison aquel primer año, antes de salir, intentando crear entusiasmo—. ¡Quién sabe! Tal vez nos instalemos allí.

—No hay judíos en Savannah —repuso ella.

Pero se equivocaba: había. No muchos, pero estaban allí. Había incluso una majestuosa sinagoga en el centro del pueblo, una de las más antiguas de Estados Unidos, y la dirigía un brillante rabino de Nueva Jersey. En Washington nunca acudíamos a la sinagoga, pero cuando estábamos en Savan­nah, íbamos siempre.

No fue lo único que encontramos allí. Hacía calor todo el año. Había una playa arenosa, la comida era estupenda y, lo mejor de todo, no había nada que nos recordara a Wash­ington. En Washington, siempre nos encontrábamos con algún periodista o con algún colega de Allison —ella trabajaba en la Institución Smithsoniana— cuando salíamos a cenar los viernes, y los sábados por la noche siempre había alguna fiesta que tenía más que ver con el periodismo o la política museística que con la diversión.

En Savannah, no había más que días indolentes y noches íntimas. Siempre nos alojábamos en el mismo parador con vistas al río y nos quedábamos en la cama hasta el mediodía. La comida era la misma los dos días: pollo frito, té con azúcar y pastel de terciopelo rojo, que en realidad era de chocolate. Pasábamos la tarde sentados en una de las plazoletas de la ciudad, o jugando en el mar en Tybee Island, o si había partido en casa, viendo perder una vez más a los Savannah Sand Gnats, de la segunda división de béisbol. Por la noche, leíamos, reíamos, nos emborrachábamos y jugábamos al Boggle, medio sumergidos en el jacuzzi del parador.

La primera vez que fuimos, dedicamos varias horas del último día completo que pasamos en Savannah a pasear entre las lápidas del cementerio Bonaventure, hasta poco antes del cierre, cuando ya se habían marchado los autocares repletos de fanáticos de Medianoche en el jardín del bien y del mal. Después, mientras caía la noche, bajo los árboles cargados de musgo, nos sentamos cerca de la tumba de Johnny Mercer para hacernos mimos. En algún momento, me puse a cantar la única estrofa que conocía de la única canción que sabía que era suya, Something’s gotta give. Culminé mi interpretación con un crescendo: «Puedes apostar, tan seguro como que estás vivo, que algo tiene que ceder, algo tiene que ceder, algo tiene que ceder.»

Y algo cedió. En cuanto terminé, Allison me miró con amor, me alisó el pelo con la mano y me hizo prometerle que nunca, nunca más volvería a cantarle nada.

 

 

—¿Y ahora qué quieres hacer? —preguntó Allison, en cuanto hube reservado mi vuelo a Chicago. Me ofreció una taza de té de vainilla, mi favorito. Pude distinguir el familiar chirrido, aquella corriente subterránea bajo sus palabras, y a mi pesar me endurecí en su contra.

—Creo que me gustaría acostarme —respondí—. Estoy agotado. Anoche no descansé nada y tengo que levantarme a las seis para coger el avión.

—Y yo creo que deberíamos hablar un poco antes, ¿no te parece? —repuso en tono sereno.

—El vuelo sale de Dulles —añadí.

Allison se sentó en el sofá, hundiéndose en los cojines recién ahuecados. Cogió cautelosamente su taza de té y sopló directamente sobre el líquido, creando una depresión en la superficie.

—¿Qué tal está el té? —preguntó.

—Muy bueno, gracias —dije, moviéndolo en la taza. El azúcar no se había disuelto del todo y no tenía cuchara, pero no quería ir a la cocina a por una.

—¿Quieres que hablemos?

—¿Sinceramente?

—Sí, claro. ¿Por qué iba a querer que me dijeras algo que no fuese sincero?

—No he querido decir eso. Sólo era una manera de hablar.

—¿Una manera de hablar?

—Ya sabes, una especie de advertencia, una forma de decir: «Esto no será fácil, tengo algo que contarte que no te va a gustar.»

—¿Ser sincero significa que no va a gustarme? —Estaba levantando la voz; me daba cuenta de que aquello era doloroso para ella, y sabía que yo no la estaba ayudando nada.

—Venga, Allie, ya sabes lo que quiero decir —repuse débilmente.

—No, no lo sé. Quiero que me cuentes lo que ha pasado. Vas a contármelo, ¿no?

—Creo que no estoy preparado para hablar de ello —confesé finalmente.

Se recostó en el sofá.

—Eso es muy duro para mí —dijo.

—Ya lo sé.

—Dime al menos lo que le contaste a Robert. Yo no debería saber menos que él.

Le ofrecí a Allison una versión muy resumida de lo sucedido, pero no le conté la verdad. Sabía, incluso mientras estaba hablando, que no debería haberle mentido; pero también sabía que, si no le mentía, ella me dejaría. Puede que me dejara de todos modos, pero pensaba que de ese modo al menos tendría una oportunidad.

Al principio, le dije a Allison lo que inicialmente le había explicado a Robert: que los datos básicos de la historia de la lotería me los había dado el abogado Stan Romaine, pero que, agobiado por las prisas del cierre de la edición, había escrito el artículo como si realmente hubiese estado allí. Después cedí un poco más y dije que, además de aquello, la historia no era completamente cierta, que me había inventado algunas cosas. Le expliqué que también había problemas con otros artículos, detalles que resultaban no ser verídicos, pero no me atreví a contarle toda la verdad, la verdadera historia de todas las mentiras, ni a decirle que de todas ellas tenía yo la culpa, que ninguna era un error y que me lo había inventado todo.

Allison escuchaba atentamente. Asentía en los momentos adecuados, y una vez hasta apoyó su mano en mi rodilla para darme ánimos. Cuando terminé, soltó un sonoro suspiro.

—¿Quieres acostarte? —preguntó.

—Sí —respondí. Me sorprendió. ¿Eso era todo? ¿No tenía preguntas? ¿No iba a presionarme para que le contara los detalles? Supuse que se estaría guardando los comentarios para más adelante.

—Vete a la cama —me dijo.

De pronto, sentí el deseo, o más bien la necesidad, de hablarlo con ella. «Allison me detesta —pensé—. Debe de notar que todavía estoy mintiendo. Debe de estar tan enfadada conmigo que es incapaz de expresarlo en palabras. No puedo irme así a la cama. Nunca la recuperaré; las cosas nun-ca volverán a ser como eran, antes de que empezáramos a tener problemas. Me iré a Lakeside y será el fin.» Por un momento, volví a preguntarme si no haría mejor quedándome, pero sentía que tenía que marcharme. Si me quedaba, temía seguir mintiendo y mintiendo, y perdiéndola más y más cada día.

—Mira, sé que tú quieres hablar de ello, Allie —dije—. Podemos hablar. Estoy cansado, pero lo intentaremos.

—Bien, ¿quieres añadir algo más? —preguntó.

Silencio.

—A decir verdad, no —contesté finalmente—. ¿Tienes alguna pregunta?

—Sí. ¿Por qué coño no me dijiste que estaba pasando todo esto?

—No estoy seguro. Ni yo mismo he terminado de asimilarlo.

—¿Cómo que no estás seguro?

—Ni siquiera me lo confesaba a mí mismo cuando lo estaba haciendo.

—O sea, ¿que estabas medio majara? ¿Es eso lo que quieres decirme?

—No, en realidad, no.

—¿Y qué pensabas entonces?

Silencio.

Ahora sí que quería irme a dormir. «¿Por qué no habré aceptado su primer ofrecimiento de dejarme marchar? Me ofreció una salida y no la quise. Soy un imbécil. Sólo conseguiré salvar esta relación si de algún modo logro salir de aquí sin hablar de esto, si regreso con la mente más despejada y le cuento toda la verdad. No puedo soportar la idea de explicarle la verdad ahora, ni tampoco puedo seguir mintiéndole, y por mucho que quisiera quedarme, no puedo hacerlo.»

—Stephen, ¿por qué? —estalló—. ¿Cómo voy a explicármelo a mí misma, si no me lo explicas tú? ¿Cómo escribiste esos artículos? ¿Cómo lo hiciste durante tanto tiempo? ¿Cómo es que no te pillaron? ¿Y cómo es que yo no sabía nada al respecto? ¿Cómo ha podido pasar todo esto?

—No lo sé, Allison. No lo sé. Lo siento. De verdad que lo siento mucho. Sólo es que no puedo hablar de ello ahora.

Yo mismo me había acorralado: no quería confesar mis anteriores medias mentiras, no quería contarle más men­tiras, pero tampoco quería decirle la verdad. Estaba avergonzado y sentía que otro aspecto de mi vida también se desmoronaba. Antes había intentado no mentirle a Allison. Durante mucho tiempo mantuve el trabajo totalmente aparte de mi vida con ella; ahora que lo pienso, supongo que lo mantuve en secreto. Por un lado, lo hice para protegerla y ahorrarle la complicidad con lo que yo hacía, y por otro, para protegerme de ella y evitar precisamente aquella confrontación, o al menos eso creo. Había querido evitar su juicio y a la vez mantenerla limpia de mis errores, alejada de ellos. Pero como pude comprobar entonces, sólo conseguí que la confrontación, cuando por fin se produjo, fuera mucho más dolorosa para ella. No es posible engañar a una persona y protegerla al mismo tiempo, pero tardé mucho tiempo en asimilar la veracidad de esta afirmación.

Me incorporé y me incliné para besar a Allison en los labios. Ella aceptó mi beso, pero no me lo devolvió. Me dirigí lentamente hacia la escalera, mirándola todo el rato, intentando adivinar lo que estaría pensando. Cuando pasé por detrás de ella, rocé con la mano su pelo rubio. No se echó hacia atrás, pero tampoco se retiró. Cuando estaba en el tercer peldaño, le dije «te quiero», enunciándolo a medio camino entre una aseveración y una pregunta.

Ella no dijo nada.

En el sexto peldaño, ya no pude soportarlo más. Tenía que preguntárselo directamente:

—¿Todavía me quieres, Allie?

Me detuve, agarrado al pasamanos, y esperé su respuesta.

—Sí —respondió.

Subí corriendo lo que quedaba de escalera, me despojé de la ropa y me metí en la cama sin cepillarme los dientes. En cuestión de un minuto estaba dormido, demasiado cansado para temer las pesadillas que se disponían a acudir sin tardanza.

 

 

Mis sueños de aquella noche estuvieron repletos de colores intensos, violencia y ruido. Recuerdo que sentí dolor y pedí ayuda, pero no encontré a nadie que me rescatara. Soñé que había llegado la hora de despertarme, pero que, aun así, no me despertaba.

Abrí los ojos antes de que sonara el despertador, lo apagué para que no hiciera ruido y me deslicé de la cama silenciosamente, para no sacar a Allison de su sueño. Sabía que si la despertaba, volvería a hacerme las preguntas de la noche anterior. «¿Ahora sabes cómo lo has hecho? —me diría—. Y lo que es más importante aún: ¿sabes por qué lo has hecho?» No quería quedarme enfangado en aquella discusión, y menos todavía cuando se me hacía tarde para ir al aeropuerto. Francamente, si era posible evitarla, prefería no tener nunca aquella discusión.

Me salté la ducha, que producía un estruendoso quejido cada vez que el indicador del agua caliente se acercaba a menos de diez grados de una temperatura tolerable. Y oriné con mucho cuidado contra la pared del váter, justo por encima de la superficie del agua, donde la meada resulta más silenciosa. No tiré de la cadena.

Incluso abrir el chirriante armario habría hecho demasiado ruido, así que recogí del suelo la ropa del día anterior y bajé la escalera de puntillas. Mientras me vestía en la cocina, me di cuenta de que había llevado puesta la misma ropa durante cuarenta y ocho horas seguidas. Con aquella ropa había sudado, me había llovido encima y me habían despedido, y aunque todavía me era posible llevar la camisa y el pantalón durante unas horas, se me hacía absolutamente intolerable llevar puestos un minuto más los calzoncillos y los calcetines.

Deseché la posibilidad de vestir a pelo; la cremallera del pantalón estaba ligeramente estropeada y me habría pellizcado, pero tampoco podía arriesgarme a volver al dormitorio en busca de ropa interior limpia. Volví a subir la escalera de puntillas y eché un vistazo en la secadora, que estaba en el baño. Había unas pocas prendas en el interior, y todas eran de Allison: un par de diminutos calcetines blancos de algodón, dos camisetas y unas bragas de color beige. Decidí dar una oportunidad a las bragas beige. De las que tenía, eran las menos sexy, más pantaloncito que biquini, y el elástico parecía un poco dado de sí. Cabía una remota posibilidad de que pudiera ponérmelas.

De vuelta en la cocina, estuve un buen rato debatiéndome en todas direcciones, intentando que me cupieran las braguitas, pero no conseguí que me subieran más allá de las rodillas. Se me ocurrió entonces meter primero una pierna y después la otra. Sentado en la encimera de la cocina, introduje la pierna izquierda por la pernera izquierda de las bragas y me las subí hasta medio muslo. A continuación, flexioné la pierna derecha hasta llevar la rodilla izada a la altura del cuello. Mi propósito era hacer pasar el pie derecho por la pernera libre de la prenda, pero el agujero seguía estan-do demasiado alto. Me eché hacia atrás, muy atrás, esti-rando la columna vertebral tanto como me fue posible, lo cual me permitió levantar unos cuantos centímetros más la pierna flexionada. Sólo un poco más y habría conseguido meter el pie por el agujero.

Me tumbé cuan largo era sobre el borde de la encimera de la cocina, con la pierna izquierda enredada en unos calzones, la pierna derecha levantada hasta más arriba de la oreja, y el dedo gordo del pie derecho intentando pescar la cambiante posición de la abertura de la braga. «¡Vamos!» Mi corazón latía un poco más aprisa. «Vamos, dedo. Tú puedes. Yo sé que puedes. ¡Eres un gran dedo del pie! ¡Si hasta podrías ser un pulgar! Sólo un poquito más atrás.» Y entonces... ¡buum!

Justo cuando pasé el dedo gordo del pie derecho por la pernera, mi peso se desplazó ligeramente, me vine abajo por el borde de la encimera y aterricé con fuerza en el suelo; ni siquiera pude amortiguar la caída con las manos. Al día siguiente tendría todo un costado del cuerpo lleno de cardenales, pero no podía preocuparme por eso ahora. El ruido de mi caída, ya de por sí bastante fuerte, se había visto amplificado por el chasquido que hizo el algodón al romperse, cuando mi pierna derecha finalmente pasó por la abertura: una victoria pírrica.

—¿Qué ha sido ese ruido? —gritó Allison desde el piso de arriba.

—No ha sido nada, cariño. Te quiero. Duérmete —grité a mi vez, mientras me quitaba de la cintura los restos de sus bragas. Me dolía todo el cuerpo.

—Ahora bajo —dijo ella. La oí moviéndose en el piso de arriba.

—No, no. Es tempranísimo, Allie. Vuélvete a la cama.

—Ya estoy despierta. Ahora voy.

La oí en lo alto de la escalera, y metí como pude los restos de las bragas en el armario más cercano.

—No es nada, de verdad —chillé—. Vuelve a dormir.

Bostezó y se volvió a la cama.

De nuevo con el culo al aire, me puse a buscar en la cocina una solución creativa. Lo único que conseguí encontrar fue una caja de bolsas de plástico para la basura. Con un cuchillo de pelar fruta, hice dos agujeros en una bolsa y me la puse. Por fortuna, era una de esas bolsas modernas con asas rojas, que me até a la cintura. A decir verdad, me sentaba bastante bien. Como pantalones de cuero, pero flojo. El único problema era que, cuando andaba, crujía un poco.

En lugar de calcetines, me puse un par de bolsas para congelados. Eran menos confortables, pero me mantenían los pies secos, en aquellos zapatos que todavía estaban anegados de andar en la lluvia con Robert.

Por último, me senté en el sofá y le escribí a Allison una nota breve. Era simple, formal, y tal vez inadvertidamente fría, como suelen serlo mis notas más personales, aunque traté de hacerla mucho más cálida. Le recordé el número de teléfono de mis padres y le pedí que me llamara cuando tuviera algún momento libre. Le dije que la llamaría esa misma noche. También le escribí que iba a echarla de menos y que la quería mucho. Le dije, aunque sabía que no era verdad, que todo se arreglaría muy pronto, y también recé para que así fuera: «Por favor, haz que todo vuelva a estar bien.»